Arturo Martínez G.

Los pactos colectivos de trabajo, sean públicos o privados siempre tienen un límite que está enmarcado no solo en las posibilidades económicos del empresario sino en razones de ética y de justicia. En cuanto a los pactos colectivos celebrados en el sector público deben regir los mismos principios, cualquier otro interés está subordinado a esos principios. La ética, la moralidad y la justicia, sin embargo, no valen nada, porque son celebrados bajo intereses políticos, es decir, bajo términos de la corrupción. Jorge Méndez Herbruger aprobó todo lo que le pusieron enfrente y desde luego bajo estricta confidencia, como si fueran fondos privados. Si no fuera por la valiosa intervención del diputado Mario Taracena, quien, por magia o encanto, después de ser diputado por treinta años, descubrió la cloaca, no se hubiera producido el alboroto de salarios y plazas fantasma. Muchas de las condiciones que se impusieron son onerosísimas hasta el punto que los empleados ganan desde Q.30,000.00, como lo es un conserje hasta Q. 76,000.00, lo que es totalmente inaudito y francamente injusto. Un médico de un hospital nacional que requiere conocimientos especializados, que tiene jornadas diurnas y nocturnas, gana mucho menos (Q.8,000.00) y con cero de prestaciones.

El punto es qué validez jurídica tienen esos pactos. A mi juicio, ninguna, porque, en primer lugar, no llenaron los requisitos formales que establecen las normas jurídicas que deben observarse tratándose del Estado aun cuando actúe en el plano de igualdad de los particulares, porque los fondos son de naturaleza pública y por tanto limitados, según las disponibilidades presupuestarias. En segundo lugar, porque las negociaciones de un pacto colectivo público además de ser justas deben incardinarse en las posibilidades financieras de la entidad u organismo que actúa como patrono. No es posible jurídicamente que las partes decidan lo que quieran según sus intereses particulares. La voluntad soberana de las partes en una contratación tiene un límite que está dado por la justicia y la moral.

La Constitución Política señala como principio general que el régimen laboral del país debe organizarse conforme a principios de justicia social. No es posible, sin embargo, que haya justicia social si los salarios son exorbitantes e incluso plazas hereditarias. Esto es absurdo. Ante estas cláusulas se impone la revisión del pacto, más aún, deviene en responsabilidades para los que lo suscribieron porque se trasluce el dolo en la concertación, cuando no una grave irresponsabilidad. La justicia social es un concepto que se debe aplicar a la realidad ya sea en casos concretos o en el entorno social en general. Así, un pacto de condiciones de trabajo debe contener una superación de las condiciones de trabajo en la medida en que la empresa o patrono tenga posibilidad para ello. Cuando se trata del Estado-patrono se deben también ver esas posibilidades de acuerdo con los ingresos presupuestarios y de acuerdo con un principio de racionalidad, que no porque es el Estado se pueda pactar lo que se quiere. El Estado no es un ente productivo económicamente hablando, sino depende de los ingresos de los contribuyentes.

El problema está cuando las partes abusan de ese derecho de negociación -que en realidad no es una negociación- presionando al Estado-patrono o a los políticos que lo representan, para que acceda a las peticiones, y estos por complacencia o por no verse en problemas de índole político aceptan el chantaje. De ahí que se llegue irresponsablemente a aceptar y suscribir contratos altamente leoninos como el del Congreso.

Los principios que rigen el derecho laboral y que están positivados en los considerandos de la ley laboral indican que esta rama debe ser profundamente democrático, entendiendo por democracia las normas que velen por el bienestar de la mayoría que es el trabajador, pero un pacto colectivo de condiciones de trabajo como el del Congreso riñe con esos principios democráticos, pues es obvio que no puede haber democracia en esa cantidad desmesurada de salarios y prestaciones. Por otro lado, hay que observar los fundamentos sobre los que descansa la ley laboral en cuanto que la contratación debe ser realista y objetiva. El pacto laboral del Congreso ni es realista ni objetivo porque sale totalmente del realismo social y económico de los salarios que se devengan en el sector público; ni tampoco es objetivo porque no ve la realidad sino el interés mezquino de los trabajadores, un interés eminentemente subjetivo, abusando de su condición y de su posición para obtener un lucro desmedido, es decir, un enriquecimiento ilícito, aprovechando que una de las partes, es un político deshonesto que representa al Congreso. Tampoco, como lo señala otro de los principios de la disciplina laboral, existe equidad, pues no hay una racionalidad proporcional en el trabajo que se desempeña y el salario que se devenga, como, por ejemplo, que un conserje gane desmesuradamente con respecto al trabajo que realiza, que es de veintiséis mil y tantos quetzales o que una directora gane setenta y seis mil quetzales y más. No se necesita mucho esfuerzo mental para darse cuenta que el salario no solo es inequitativo e injusto, sino inmoral.

El pacto colectivo de condiciones de trabajo es también ilegítimo porque no responde a principios morales, jurídicos y democráticos, que son los principios intrínsecos de toda relación de derechos y obligaciones, y porque el pacto no fue suscrito de buena fe, como lo manda el artículo 17 de la Ley del Organismo Judicial que señala que los derechos deben ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe.

En consecuencia, es imperativo declarar inconstitucional el pacto colectivo de condiciones de trabajo del Congreso de la República y sus empleados, por razones presupuestarias, fuera de que tiene un origen espurio y colusorio y porque va en contra de los principios del derecho laboral, lo que debe promover no solo el Congreso, también el Contralor General de Cuentas y la Procuradora General de la Nación.

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