Gran alboroto ha generado en estos días la vigencia del decreto 31-2024. Pero no viene solo. Pocas semanas antes, hubo paralización de la capital y de medio país, por la llamada “ley de la basura”; también las hubo días después, por el “seguro obligatorio”. Pero esas dos leyes no fueron gestadas por este gobierno, fue una herencia de gobiernos anteriores cuya vigencia la venían “prorrogando”. Por su parte, el toque final de la ley del “impuesto a las tortillas”, sí fue los promovió este gobierno, aunque la idea trae una inercia de varios años, desde 2005. Así estaba, latente, pero el último empujón se lo dio el actual Congreso en noviembre pasado. Algunos estrategas pareciera que no dan lectura al descontento general, como que no entienden: “el niño que es llorón y la nana que lo pellizca.”
Cuando sucede el milagro del nacimiento de cualquier ser humano se genera un hecho jurídico básico: surge una nueva persona física, igual a todos, pero distinta a todos. Una individualidad en medio de la colectividad. Por esa característica única es menester identificar a esa nueva criatura. Por eso la costumbre, ancestral, atávica, de ponerle nombre. Diferentes culturas adoptaron sistemas de “nomenclatura”, esto es, los padres ponían el nombre “de pila” antes de los apellidos de los progenitores (por cierto, en ninguna parte aparece que primero va el apellido paterno y luego el materno, pura costumbre). Pero ¿quién llevaba esos registros?
En nuestra América colonial, los “registradores” eran los párrocos que anotaban los nacimientos en función del obligado bautismo que debería hacerse –como buenos cristianos de antigüedad, sin sangre judía ni morisca–, en los siguientes días. Hasta finales del siglo XIX, los únicos registros de las personas eran, pues, los libros eclesiásticos. Aparte eran los censos que se ordenaban cada cinco años. Por lo mismo, un infiel o un ateo no tenían “existencia” para los efectos civiles. Allá por 1880, J. R. Barrios arrebató muchas cosas a la Iglesia, entre otras el monopolio de los registros civiles. Otro dictador, Ubico, implementó la cédula de vecindad en 1931.
Por aparte surgió otro registro, de tipo tributario. En 1971, hace 54 años, el decreto 25-71 se crea el RTU. Este era un registro “tributario”. De allí surgió el NIT. Entonces, tenemos tres registros: a) para los curas cada persona era un alma que salvar: registros eclesiásticos; b) para el Estado cada persona era un súbdito que controlar: RENAP; y c) para el fisco, cada persona activa era una fuente de financiamiento, cobro de impuestos: NIT. Cabe señalar que CUI y DPI van de la mano y algo parecido pasa con el NIT y el RTU.
Los registros civiles operaban, entonces, en base a las citadas cédulas de vecindad que eran esas libretitas de papel, con foto engrampada y anotaciones a mano (al final se mecanizaron en unos casos), pero el sistema resultó inoperante. Poco confiable y disperso. Dejaba todo en manos de los alcaldes; mucha discreción, corrupción y desorden en algunas municipalidades. Por eso, subiéndose a la modernidad se emitió la ley del Renap. Un nuevo registro entraba en escena: el código único de identificación. La idea era que, en 5 años, de manera progresiva, se iban a unificar todos los registros públicos. Se dio prórroga por otros 5 años, hasta 2011, y lo propio en 2016. Luego ya no se dijo nada, pero la unificación ha ido avanzando en casos aislados: por eso el CUI se usa en licencias, pasaportes y otros permisos que otorga el Estado.
Me recuerdo que, en esos años, hasta se invocaron citas bíblicas, en especial del Apocalipsis 13, que hace referencia a “una marca en la mano derecha o en la frente y que nadie pueda comprar nada ni vender, sino el que lleve la marca (…) con la cifra de su nombre.” Se recordaron las infames marcas que se hacían en los campos de concentración nazi. En todo caso, los criterios humanistas lanzaron el grito ya que, a los seres humanos se nos reducía a ser nada más que una cifra, un número. Pues bien, ese escenario, el del número obligatorio, del número único, ha regresado.
En la próxima entrega me referiré a las verdades y falsedades que han surgido, entre ellas, el secreto bancario; los gravámenes a las transferencias bancarias; los impuestos a las remesas; el mayor control de la SAT, incluyendo las sociedades “anónimas” (¿?); Airbnb, entre otros temas. (Continuará).