De pronto el modernismo deja de cantar y de entonar su acuarela musical. Por fin le han podido torcer y cortar el cuello al cisne de Verlaine (en las manos de enrique González Martínez) sobre los campos latinoamericanos. Ha muerto la belleza helénica para que pudiera renacer (pero esta vez de la cabeza de un dios tolteco-chimú) la belleza clara y sin rebuscamientos. Ramón López Velarde es uno de sus adivinos, de sus formadores, de sus mestizos demiurgos.
Zacatecano, nacido cerca de la plateada Zacatecas tierra de calles y templos pulidos con el platino de sus minas, trasplantado el valle mejicano. Un dandi mestizo con iluminadas contradicciones que volcará en una poesía nueva de molde modernista (donde aún se oye el aletear de los cisnes de Rubén), pero vaciado en nuestro continente para consolidar las bases mixtificadas y con aculturación de “La suave patria”.
Ojos, boca, nariz y color de mexicano puro, esto es, de ladino puro. Porque toda mezcla es nuevamente pura virginalmente renacida al color de todas las razas y de todas las etnias como fuente perpetuamente intacta. No hay mezcla sino renacimiento. Cada piel, cada color son nuevos y distintos en el oriente de cada sol y en el sol que alumbra cada nacimiento.
Como la boca de Asturias, como los ojos de Flavio, como la nariz de Vallejo, como el color de los dioses jugadores de pelota (en los valles de la vida y de la muerte) Hunajpú e Ixbalanqué, como el dolor sometido y conquistado de la patria. Por eso el poema a ella y a Cuauhtémoc, en dos teatrales actos y un intermedio.
Quien oyó este poema habrá cambiado para siempre el ritmo interno de su ars poética y ya no podrá escuchar otro poema que no contenga estas estas estéticas americanas.
“La suave patria” de Ramón López Velarde. Un poema de barro leve, casi cristalino como la mejor cerámica de Tikal. Un poema de maíz tibio y carnal como la saliva que fecundó a Ixquic. Un poema americano hecho en el fragor continuo y perpetuo de las sangres que se mezclan asistiendo al voluptuoso llamado de los sexos que se juntan para producir bocas grandes y carnosas –como la de Moctezuma– bajo bigotes sedosos poblados y entorchados como los de Pedro de Alvarado y Contreras. Bocas que hablan en español, pero que piensan en Náhuatl, en quiché. En el viejo chamú de Vallejo y en el rítmico quechua de Mariátegui.
Poema y poeta para iniciar historia. La nueva historia de la palabra americana, la historia y la voz de un continente que se independiza solo cuando su poesía es mejor que la europea, cuando su mutilado territorio se viste de percal y de abalorio.
Entiende y vive la revolución de 1910 a su manera. De tajos sobre el porfiriato otrora deslumbrante y modernista, con pluma leve y con palabra en el fondo justamente aleve. “La suave patria” es el heraldo de un México nuevo que quiere terminar y que termina la inmensa pesadilla de los dictadores y de los virreyes asilados en el vientre insomne de “El señor presidente”.
Latinoamérica nace ¡al fin!, de esos poemas. Nace de los López Velarde y de los Vallejo, que más tarde serán los Guillén, los Carpentier y los Asturias. Y no es la América que funda su grandeza en la hondas hazañas de los mayas, sino en la sencilla fundación de sus mujeres limpias y de sus mengalas: “Creceré en ti mientras una mexicana/ en su tápalo lleve los dobleces/ de la tienda a las seis de la mañana./ Y al estrenar su lujo, quede lleno el país del aroma del estreno”.
“Patria: tu superficie es el maíz/ tus minas el palacio del Rey de Oros y tus cielos las garzas en desliz”.
Un juglar enjundioso que canta en la moderna plaza americana.