A veces caprichosamente uno desea (tal vez demasiado sentimentalmente) que hombres como Nietzsche no tuviesen derecho a la muerte. No fueran humanos sino semidioses capaces de contemplar inmutables el devenir de los años y los siglos. Porque con su partida queda el mundo más triste y desamparado y el planeta pesa sustancialmente menos. Ante la pérdida de los Erich Fromm y tantos otros tan significativos que últimamente nos han abandonado, nos queda solamente la esperanza de que serán sustituidos por mentes y corazones igualmente frutecidos en el desinterés de las riquezas espirituales. Frutecer por cierto cada vez más escaso en la misma proporción en que las miradas del mundo se dirigen a los no-valores que nos contaminan, al rechazo a la inteligencia y a la sistemática eliminación de todo aquello que significa acceder al ser. Al ser que está enclaustrado entre las paredes de El Castillo kafkiano.
Erich Fromm no seguirá produciendo –como muchos otros–y ello nos entristece y enluta como la temprana y absurda partida de Albert Camus. Tuvieron que rendirle tributo a la muerte como todos se lo rendiremos un día quizá en el momento cuando más teníamos que cosechar como ocurrió con Becquer. Sin embargo pese a la desaparición de Fromm, por ejemplo, nos queda el consuelo (y también el enorme patrimonio) de su palabra y de su legado impreso en tantos libros que generosamente nos han heredado, a través o por medio de los cuales podemos tercamente negar su muerte y proclamar su vida porque entraron en la inmortalidad. Sobre la vida y la muerte Fromm dijo por ejemplo lo siguiente:
“La más fundamental dicotomía existencial es la de la vida y la muerte. El hecho de que tenemos que morir es inalterable para el hombre. El hombre tiene conciencia de este hecho, lo cual influye profundamente en su vida. La muerte, sin embargo, es lo diametralmente opuesto a la vida y resulta ajena e incompatible con la experiencia de vivir. Todo el conocimiento acerca de la muerte no altera el hecho de que ésta no es una parte significante de la vida y que no nos resta más que aceptar el hecho de la muerte; o sea, en lo que concierne a nuestra vida. Todo aquello que el hombre posee lo dará por su vida y el hombre sabio –como dice Espinoza– no piensa en la muerte sino en la vida. El hombre ha tratado de negar esta dicotomía (vida-muerte) por medio de las ideologías, v. gr. El concepto de la inmoralidad en el cristianismo el cual, al postular un alma inmortal, niega el hecho trágico de que la vida del hombre concluye con la muerte”.
Aun cuando con los existencialistas se asuma la idea de que con la muerte se termina la vida y que quizá ésta sea el muro más trágico con la que se estrella la inteligencia humana, preferimos dar a esa idea derrotista (en el contexto sartreano por ejemplo) un giro, con todo, esperanzador. Justamente cuando Fromm cita a Espinoza en cuyos labios repite que “el hombre sabio no piensa en la muerte sino en la vida”.
Debemos entender que aun cuando la muerte es inminente y que frente a ella no podemos nada ni tampoco después de ella tenemos (pese a esa situación totalmente límite) que asumir no una actitud de duelo y derrotismo sino de vida y constructivismo. Si nos quedamos sonámbulamente girando en torno de un planeta necrófilo, estaremos muertos en vida y en el momento en que realmente la muerte llegue lo que encontrará será un cadáver que se dejó morir por el miedo a la muerte y por el terror a la nada del trasmundo.