El pasado 25 de febrero se conmemoró el Día Nacional de la Dignidad de las Víctimas del Conflicto Armado Interno, y el 26 aniversario de la presentación del Informe Memoria del Silencio. En el acto se rindió merecido homenaje a la licenciada Otilia Lux de Cotí, otorgándole la distinción del cambio de la rosa de la paz.
Lux de Cotí fue una de las tres personalidades que coordinaron la Comisión de Esclarecimiento Histórico -CEH- que, tras dos años de intenso trabajo colectivo, produjo el Informe Memoria del Silencio, el cual fue presentado a la Nación el 25 de febrero de 1999. El doctor Christian Tomuschat, Coordinador General de la CEH, me honró nombrándome asesor de los tres comisionados, entre los cuales también brilló mi maestro y amigo Alfredo Balsells Tojo.
En su extenso y riguroso informe, la CEH emitió varias recomendaciones generales para preservar y dignificar la memoria de las víctimas, y evitar que se vuelvan a cometer semejantes crímenes de lesa humanidad: i) medidas para preservar la memoria de las víctimas; ii) medidas de reparación; iii) medidas orientadas a fomentar una cultura de respeto mutuo y observancia de los derechos humanos; iv) medidas para fortalecer el proceso democrático; v) otras recomendaciones para promover la paz y la concordia nacional.
Hasta la fecha, ninguna de las recomendaciones generales ha sido cumplida a cabalidad por el Estado. Por ello, fue de gran importancia que en el acto de conmemoración el presidente Bernardo Arévalo ratificara su disposición a trabajar en un Plan Nacional de Dignificación y Reparación. Además, durante su discurso, el mandatario refrendó que no hay futuro sin historia. Y que no se puede construir un futuro mejor sin conocer, reconocer y sin aceptar la verdad. Este aserto es de gran importancia, pues los victimarios y la oligarquía siguen negando el genocidio en Guatemala.
El Informe Memoria del Silencio mostró la gravedad y magnitud de la tragedia que sufrimos, la que no tiene parangón en América. La CEH estimó que más de 200 mil personas murieron y desaparecieron durante los 36 años del conflicto armado, se cometieron 669 masacres, 1,465 hechos de violación sexual, y más de un millón y medio de personas fueron forzadas a desplazarse de sus comunidades por la violencia. Las cifras son alarmantes, porque en los años ochenta Guatemala tenía una población estimada de ocho millones de habitantes, lo que significa que el conflicto armado afectó directamente al 18% de la población.
La CEH se refiere a las víctimas como “la población civil no combatiente que sufrió violaciones a los derechos humanos o hechos de violencia”, con base en el Convenio IV de Ginebra, sobre la protección de civiles en tiempos de guerra y enfrentamientos armados entre fuerzas del Gobierno y grupos insurgentes, dentro de un mismo Estado.
Los Convenios de Ginebra establecen la obligación de las partes en conflicto de proteger a las personas que no tienen parte activa en las hostilidades. Según la CEH, el 83% de las víctimas eran mayas, el 16% eran ladinas o mestizas, y el 0.16% pertenecía a otros grupos culturales. Esto evidencia que el racismo en Guatemala tiene propósitos genocidas.
Sobre la responsabilidad de los crímenes, la CEH determinó que el 93% de las violaciones fueron cometidas por el Ejército, las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), los comisionados militares, los escuadrones de la muerte y otras fuerzas de seguridad del Estado. El 3% de las violaciones fueron cometidas por la guerrilla y el 4% por otros grupos que no fue posible identificar, porque no se obtuvo información suficiente para atribuir la autoría a un determinado grupo.
Hace 26 años, el Informe Memoria del Silencio fue presentado en el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, abarrotado por unas diez mil personas, que llegaron para conocer la verdad histórica, que aún se niega. Al acto asistió, a regañadientes, el presidente de turno, Álvaro Arzú quien, con su habitual soberbia de clase, no quiso recibir el Informe ni pidió perdón a la Nación en nombre del Estado, como la ciudadanía esperaba.
El primero en intervenir fue el comisionado Alfredo Balsells Tojo, quien afirmó: “El silencio fue roto”. Al escuchar estas palabras, el público interrumpió el discurso con aplausos. Balsells finalizó aseverando “la misión está cumplida”.
Cuando la ciudadanía escuchó que la mayoría de crímenes era responsabilidad de las fuerzas de seguridad estatales, irrumpió el atronador grito: “¡justicia, justicia!”, que poco a poco se difundió por todo el país. Durante el acto, la CEH recordó a monseñor Juan Gerardi, asesinado el 26 de abril de 1998, tras presentar el Informe del Proyecto lnterdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica: Guatemala, Nunca Más, esfuerzo con el que también tuve el honor de colaborar.
Los señalamientos por genocidio hacia agentes del Estado fue lo destacado en la entrega del Informe que rindió la CEH, acerca de los años del Conflicto Armado Interno, y sigue siendo una controversia nacional, sobre todo al tratar de enjuiciar a los genocidas.
Los aplausos de la concurrencia en el Gran Teatro Nacional fueron atronadores cuando el coordinador de la CEH, Christian Tomuschat, con voz pausada pero firme, dijo: “En el marco de las operaciones contrainsurgentes, efectuadas entre 1981 y 1983, en ciertas regiones del país, agentes del Estado cometieron actos de genocidio en contra de grupos del pueblo maya”. Durante el periodo señalado, al frente del Estado se encontraban los generales Romeo Lucas García, primero, y Efraín Ríos Montt, después.
La sindicación de la CEH fue planteada sobre la base de una profunda investigación, y habiéndose tenido en cuenta las definiciones de la Convención para la Prevención y la Sanción de Genocidio, ratificada por Guatemala en 1949.
De acuerdo con el artículo 11 de dicho instrumento jurídico, se entiende por genocidio la matanza de miembros de un grupo, la lesión grave a su integridad física y mental, el sometimiento intencional a condiciones de existencia que conlleven su destrucción total, así como medidas destinadas a impedir los nacimientos en el grupo.
Eso, según la CEH, se logró comprobar, ya que “durante la guerra, mediante masacres y operaciones de tierra arrasada, planificadas por fuerzas del Estado, se exterminaron por completo comunidades mayas, se destruyeron sus viviendas, ganado, cosechas y otros elementos esenciales de sobrevivencia”.
El genocidio, por ser delito de lesa humanidad, es castigado en cualquier parte del mundo, y no prescribe. De ahí que la Comisión haya planteado que el Estado cumpla y haga cumplir la Ley de Reconciliación Nacional, y lleve a juicio los delitos cuya responsabilidad penal no se extinga. Esto fue posible años después, cuando se llevó a juicio al general Efraín Ríos Montt, en mayo de 2013, y fue condenado por genocidio y delitos contra deberes de humanidad; sin embargo, tras apelar la sentencia, el juicio se retornó a una fase inicial, y el militar murió durante el proceso, pero se llevó a la tumba el escarnio de la humanidad.
Todos estos años hemos proseguido en el esfuerzo de reclamar verdad, justicia, resarcimiento transformador y garantías de no repetición, ante un aparato de (in)justicia cada vez más corrompido y parcializado. Han sido pocos y parciales los éxitos alcanzados, como el caso de las mujeres indígenas de Sepur Zarco, esclavizadas laboral y sexualmente por efectivos militares, pero no cejamos en el esfuerzo de preservar y dignificar la memoria de las víctimas.
El título de esta columna deviene del aserto de los indígenas guaraníes, quienes nos enseñan que el pasado se sueña y el futuro se recuerda. De allí la importancia de preservar la memoria histórica.