Mucho se habla de “estado fallido” en Guatemala; haciendo referencia, en abstracto, al funcionamiento del Estado-Gobierno en general. Referencia que se fundamenta, básicamente, en el señalamiento de problemas y debilidades en el funcionamiento más particular de los tres organismos que lo componen (Legislativo, Ejecutivo y Judicial). Debilidades que se ubican en la calidad e idoneidad de los diputados; en la capacidad de los integrantes de los gobiernos (central y locales); y en la estatura moral y competencia de los jueces y magistrados.
Poco se habla de una perspectiva un tanto diferente y sobre la que es conveniente meditar. ¿No será que lo verdaderamente “fallido” somos todos esos ciudadanos que “nos despreocupamos de todo” en el sentido de no actuar en consecuencia, cada uno, contribuyendo a que no se den los fallos -tanto los grandes como los pequeños-?
Seguramente que si entendiéramos que lo verdaderamente “fallido” somos nosotros todos (los que le damos contenido o somos el “relleno” de la nación), no estaríamos en donde nos encontramos.
Si ante los desaciertos que se van dando (y acumulando) no nos preocupáramos tanto en buscar, en primera instancia, la manera de echarle la culpa a los demás (los “nombrados”, los “designados”, los “electos” que ocupan las posiciones de dirección) avanzaríamos un buen trecho. Esos “otros” -es bueno aclarar- resultan ser aquellos a quienes nosotros designamos y elegimos en su momento sin asignarles las tareas (¡he allí el punto!) que efectivamente necesitamos que se realicen en nuestro país, en nuestras comunidades y para nosotros. Visto así, resulta fácil entender que es responsabilidad nuestra saber nombrar, designar y elegir a esas personas; y que solamente así es dable imaginar un país que se construya y se conduzca para llegar a ser vivible.
Como ciudadanos respetuosos y cariñosos con nosotros mismos, deberíamos, más bien, poner atención a que no se den las situaciones y las circunstancias que acompañan y propician nuestras desventuras. Algo que únicamente lograremos interviniendo a conciencia y con participación personal en el diseño de las estructuras o pilares sobre las cuales debe funcionar nuestro país
Indudablemente, reflexionar y ponerle atención al diseño del país y participar activamente en ello, resulta ser mucho más importante que estar pensando en buscar responsables (¡e irresponsables!) circunstanciales o confiando en que la solución se logrará mediante la promulgación de regulaciones más estrictas (¡como si este fuera el único camino!). Ante desaciertos, catástrofes, hechos trágicos consumados, poco interesa poder reconocer a los responsables inmediatos y poca utilidad tiene –ex post– poderlos castigar.
No es posible que seamos tan ignorantes como para no exigir que, por ejemplo, se planifique el desarrollo urbano de una manera profesional y consciente para evitar que se dé el caos derivado de que, ante la ausencia de un plan de desarrollo urbano, cada persona pueda sacarle beneficio a sus predios sin importarle el aporte que pueda conllevar su particular proyecto al caos vehicular, a la falta de agua, a la insalubridad, … y afectar a toda esa ciudadanía que, a los ojos de los irresponsables, encaja apenas en la categoría de ser “los otros” y no ameritan ninguna consideración.
No deberíamos olvidar que la vida en sociedad -países, urbes- requiere del adecuado uso de la capacidad humana de pensar y analizar con el propósito de visualizar el futuro y concebir las mejores maneras de acercarse a él. Los técnicos le llaman a esto “planificar”. Y pienso que es lo mínimo que nos deberíamos proponer como exigencia básica a todas las autoridades que elijamos, nombremos o designemos.
No vaya a ser que mañana, ante las catastróficas consecuencias de un nefasto temblor, nos demos por satisfechos con poder reconocer a los irresponsables de no haber previsto vías para la adecuada movilización de bomberos y salubristas en casos de emergencia o que no contamos con normativa adecuada (¡vaya consuelo!) y nos callemos la pena por los tantos fallecidos. No vaya a ser que mañana –ante una prolongada sequía que ocasione que la ciudad capital se quede sin suministro de agua–, nos conformemos con insultar, con certeza y satisfacción, a las autoridades municipales irresponsables o disfrutemos con constatar que la metrópolis no cuenta con un “plan maestro” para regular su desarrollo e ignoremos las epidemias que se desencadenen.