Si bien la humanidad lleva muchos años siendo la testigo de las políticas antimigratorias en el mundo, la llegada de Donald Trump a la presidencia en los Estados Unidos de Norteamérica ha llevado dichas políticas a verdaderas demostraciones de desprecio, racismo y odio hacia las personas. Todo el debate que se emprende desde los círculos de poder es que la culpa de los males en los países es responsabilidad de las personas migrantes, todo bajo argumentos falaces y algunos de ellos rayando en el sin sentido. Este debate gira en torno a que las personas migrantes son las culpables de que las personas “nacionales” no tengan acceso a empleos, o que incrementan las cifras de violencia y delincuencia, o que inundan los servicios esenciales como salud y educación, entre otros. Tanto para los países receptores, como para los que expulsan a su población, el problema siempre son los migrantes y nunca se observa o ataca el origen y causa del problema.
Tan sólo para la región mesoamericana la importancia de la población migrante es vital, dado el flujo de dinero en concepto de remesas que envían hacia cada uno de nuestros respectivos países. Tan sólo Guatemala, durante el 2024 recibió un total de 21,510 millones de dólares, es decir 165,627 millones de quetzales, lo cual representa una cifra récord dado el aumento de 8.6% de crecimiento en relación al 2023. Esta importante cifra de remesas enviadas por guatemaltecas y guatemaltecos en el extranjero, representa ya el 20.6% del Producto Interno Bruto (PIB) muy por encima del ingreso de divisas que son producidas en el marco de nuestro agotado y fracasado modelo de desarrollo. Ni el azúcar, ni la palma africana, ni el banano, cardamomo o el café alcanzan a esta cifra que ingresa vía remesas. Este ingreso es una importante cantidad de casos fundamentales para las familias guatemaltecas y permite subsistir, sin él la pobreza, la extrema pobreza y la desigualdad sería aún más grande de lo que ya lo es.
Los datos anteriormente descritos develan un círculo vicioso en donde el modelo de desarrollo produce pobreza y desigualdad, sumado a un Estado que es incapaz de generar democracia, justicia y garantía de derechos humanos que expulsa a importantes contingentes de población, quienes, al llegar al destino, envían importantes flujos de capital y con ello permiten beneficiar a sus familias, pero también a esa misma élite económica que les expulsa y desprecia. Así que, sin más lo lógico en este círculo vicioso, el debate para resolver el fenómeno, no es atacando a las personas que migran, sino sobre un modelo de desarrollo que exclusivamente beneficia a un ínfimo pero poderoso grupo de la población. Este hecho debería de llevarnos a modificar la estructura económica que hoy permite que la expulsión se produzca como la única alternativa para buscar dignidad, por un modelo donde elevar las condiciones de vida sea lo primordial. Ya basta de darle una salida que sólo continuará permitiendo la sobre explotación de la población en Estados Unidos, el rompimiento del tejido social y el beneficio espurio a una élite económica que no ve más allá de la punta de su nariz.