Cuando yo era niño solía hacer eso que, con algunos de mis amigos de entonces, llamábamos barranquear. Explorar áreas boscosas; visitar un ojo de agua; ser correteado por algún perro cargado de adrenalina canina; o regresar a casa al filo de la hora de cenar tratando de que no se notaran las rodillas rotas del pantalón, eran elementos propios de una suerte de ritual conocido y aceptado plenamente por todos. Tanto como el mismo hecho de sentarse a la mesa y compartir lo que había. 

Esas imágenes de años atrás vinieron a mi mente mientras observaba, a la hora del almuerzo, sentado a la mesa de un multi restaurante en la segunda planta de uno de esos conocidos centros comerciales que ahora parecieran existir casi a la vuelta de cualquier esquina, los rostros de comensales de diversas edades: jóvenes, adultos, hombres, mujeres; ingiriendo alimentos mientras deslizaban con afán las yemas de sus dedos por la pantalla de algún teléfono celular; sin dirigirse la palabra entre sí, aunque fueran familia; sin mirarse apenas; estando, pero no estando allí.

Resulta sencillo abrir con los dientes y una mano el pequeño empaque de la salsa de tomate, sin desatender con la otra mano el pequeño artilugio rectangular que les observaba desde la mesa donde los comestibles van mermando su cuantía silenciosamente, desde aquella mesa que alguien más limpiará cuando el hambre haya sido saciada casi por puro instinto. 

Una ventana se ha abierto, sin duda, una que transporta a un mundo digital en donde casi con certeza nada es como parece, aunque se nos presente con facilidad desde la palma de nuestra propia mano, a la orden de un pequeño golpe de piel, para seguir nuestra orden con base en eso que asumimos como nuestra propia libertad. 

“Las personas llegarán a amar su opresión, a adorar las tecnologías que deshacen su capacidad de pensar” dijo alguna vez Huxley. Y una visionaria frase ―atribuida quizá erróneamente a Cervantes puesto que no existe certeza de que realmente sea suya―, nos adelanta lo incierto de las cosas que probablemente aun estén por venir: “cosas veredes, amigo Sancho”, reza la frase. Muchas veces compartimos el mismo tiempo y espacio, pero estamos a la vez en mundos totalmente distintos. Estamos, pero no estamos.

Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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