La generación del 40 ha sobrepasado con creces su medio siglo. En su niñez, oyó las campanas de un mundo que avanzaba con firmeza y sintió el temor de sus progenitores, ante un entorno que resurgía del descalabro de una dictadura. Fue una generación procreada y educada por quienes desgarraron su cuerpo, regaron sangre e inmolaron su juventud en aras de un mundo mucho mejor, emergiendo del torbellino del miedo y la confusión, en busca de conquistarse a sí misma y al mundo.
En su juventud, la generación del 40 observó el mundo con cinismo e incredulidad, como un ser sin pasado ni futuro. Como un rayo que se agita y brilla durante el día, pero que se oculta por la noche. Así, se apasionó y cerró filas en torno a un presente, masificándose, mientras sus progenitores se debatían en la búsqueda de un individualismo o un colectivismo, creando ciencia, arte, deporte, educación e industria. Y, ¿por qué no decirlo?, también religión. Mientras tanto, la generación del 40 se disolvía y se divertía ante el humo del placer, la fiesta y la indiferencia, idealizando y soñando en medio de todo ello, con el confort del bienestar y la seguridad, relajando la responsabilidad que intentaba consolidar su generación guía. Esas dos generaciones, tan lejanas en la mente, pero tan cercanas en el espacio, cerraron el siglo XX, con un cúmulo de desigualdades e incomprensiones.
La generación del 40 pasó de una juventud cargada de ilusiones a una madurez en la que no estuvo segura de sí provocó o recibió un estado de cosas y se alistó en una contienda de la que tampoco supo de si fue simplemente un combate de acomodación de poderes ya existentes, que diezmó sus filas sin necesidad. Lo cierto es que la generación del 40, formó parte y sostuvo un mundo que política y socialmente se desintegra. En el fondo de cada miembro de esa generación, surgió la misma angustia de sus progenitores y los mismos anhelos de libertad, justicia e igualdad. En ese inquirir, llegaron a la tercera edad, en medio de un gigantesco determinismo que le absorbe y hace caminar en círculos sus esperanzas que finalmente se detienen con su muerte.
Lo que queda de la generación del 40, en estos momentos, se debate en trastocar sus ideologías: los socialistas de ayer son los neoliberales de hoy, o los neoliberales de ayer son los incrédulos de hoy. El entendimiento y la conducta se somatizan en la anciana generación del 40, y su organización y funcionamiento se psicologizan. En medio de un individualismo brutal se desvanecen, cargados del escándalo que cubre la diestra y siniestra, el día y la noche de su vida y su progenie.
La generación del 40 quiso ubicar dentro de un patrón denominado democracia el desarrollo de su ego, y no lo logró, debiendo desaparecer en medio de un planeta inundado por la devastación de la naturaleza, por una inversión solapada cargada de un consumismo irracional denominado progreso. Dos mundos que no dejan de caber.
No obstante esas penurias, los corazones de los vivientes septuagenarios sostienen los fundamentos de una fe en el porvenir. Estamos seguros de que el gran dilema de todas las generaciones ya ha sido transferido a las nuevas generaciones: el paradigma de la fe en la materia del mundo creado, el mundo señalado por la ciencia y la técnica, aprovechado por la industria, y el paradigma de la fe señalado por las religiones, que apunta a lo desconocido. Y sin embargo, para concluir con esa reflexión, bien cabe como corolario de esta biografía, lo dicho por Carl Marx “la historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa”. La que queda de la generación del 40 va hacia el futuro con curiosidad y recelo.