Sartre ha muerto y quizá con él el último de los románticos, el último de los ¿nihilistas?, el último de los “inmorales”. Revoltoso, rebelde, revolucionario. Conoció estas tres actitudes que hieren tanto la solemnidad de las momias ajustadas y conformistas en su ámbito de confort. Y las tres empuñó con valentía y absoluta conciencia de lo que con ello se propondría: el estallido y rompimiento del sistema burgués que en el fondo es el capitalismo.
Participó en revueltas callejeras y accedió al insulto de la plaza pública. Porque a pesar de su carácter introvertido y medio esquizoide, sabía que el hombre debía apoyar al hombre cuando el tiburón intenta arrasar a las sardinas. Fue solidario y vivió en la vida, en las plazas, en los bulevares porque de otra manera nunca hubiera podido lanzar el postulado que sostiene que “La existencia precede a la esencia”.
Fue molestamente revoltoso porque no se contentó con escribir en su torre de marfil “El Ser y la Nada” o “Los caminos de la libertad” (con lo que mucho habría hecho ya) sino que quiso demostrar y demostrarse con su eterna compañera, Simone de Beauvoir, que si se quiere escribir filosofía o literatura éstas (para ser auténticas) han de emerger de las cloacas y de la malolientes alcantarillas, han de germinar de los edificios públicos y del aburrimiento (noia) burocráticos, han de brotar de los cafés, de las plazas, de los bulevares porque ahí es donde el hombre vive su angustia y donde el hombre decide y toma su libertad.
Así, en las revueltas callejeras se mezcló con los revoltosos y fue uno más de ellos y lució ese epíteto en su pecho con el mismo orgullo de una “Legión de Honor o el Premio Nobel que rechazó. Y por eso fue antes que filósofo, hombre. Y por eso puso hombres en sus novelas y dramaturgia y no fantoches. Y por eso valoró la existencia antes que la esencia.
Revoltoso y luego rebelde o primero rebelde que revoltoso. Dio rebeldemente la espalda a los valores de su tiempo y señaló descarnadamente la podredumbre que había en ellos. Rebelde viene de “bellum” y por ello fue dos veces guerrero, belicoso, beligerante. Combatió en el plano de la rebeldía (que ya no es la del vulgar revoltoso) con sus libros, con sus títulos universitarios, con sus conferencias y con sus actitudes de elegante negación como el rechazo del Nobel que le mereció el asombro de un mundo acostumbrado acaso a rebeldes (pero no a reyes de la rebeldía) que no se inclinan ni se someten a los diablos más tentadores de este mundo.
Su vida fue un continuo navegar contra la corriente. En lo íntimo y en lo público. No se casó, no tuvo hijos. No formó un “hogar honorable”. Nacido en el seno de la burguesía trastocó todas sus costumbres y rebeldemente no quiso caminar por los caminos tradicionales que su clase le marcaba sino por “Los caminos de la libertad” (como el nombre de su inmensa trilogía) por donde y mediante los cuales fundó una nueva moral (igual para burgueses que para proletarios) inspirada por Pascal, Kierkegaard y Nietzsche: los profetas de la angustia, de la rebeldía, pero también de la esperanza por paradójico que parezca.
Esperanza revoltosa. Esperanza rebelde. Esperanza revolucionaria que no todos pueden comprender y que desprecian por igual socialistas y capitalistas porque a ambos exhibe en su pequeñez, en su falta de amplios horizontes, en su pluricarencia de honduras y de fondos por donde el espíritu de Sartre podía caminar serenamente, porque había visto dentro de sí todos los horrores y todas las bondades humanas y ya nada podía escandalizarlo.
Vio muy dentro y vio al hombre. Su existencia. Su vida. Sus pecados. Su gloria. Regreso de la cripta subjetiva y escribió una filosofía para revoltosos, rebeldes, revolucionarios.