Aunque el existencialismo procreó una rama creyente en Dios y hasta católica, el existencialismo clásico es ateo o, por lo menos, prefiere dejar un gran margen de duda (el beneficio de la duda) en torno a la existencia de Dios. Y esto como un postulado casi porque de otra manera su idea de “naturaleza humana” y su concepto de libertad no tendrían el sentido que en su contexto cobran o se debilitaría bastante en rigor.
Sartre es un existencialista ateo (inspirado en este sentido más por Nietzsche que por Kierkegaard) y a partir de este ateísmo suyo buscó la naturaleza del hombre (su esencia) y las posibilidades de libertad que a él se le ofrecen desde la conciencia de su propia existencia.
Si Dios existe, el hombre no es libre. El hombre es libre porque Dios no existe. Potencialmente posee la libertad porque está sólo en el mundo, sin guía, sin nadie que le diga este es el bien y este es el mal, con exclusión de los otros hombres que por serlo no pueden tener ni el imperio ni el ascendiente de un Dios.
Por supuesto que esta libertad tanto puede ser empleada para construir como para destruir. Y es justamente frente a esta disyuntiva que el ser humano posee libertad. Decide hacerse un borracho o un hombre sobrio o contenido. Trabajador o vago. Escritora o prostituta. Darle un sentido a su vida o hundirse en la total desesperación.
La Iglesia concede el “libre albedrío” (de allí el nacimiento de un existencialismo católico) pero este libre albedrío es aún más dramático si no aceptamos también (como la Iglesia proclama) los designios de la voluntad de Dios, del “Dios así lo quiso”, del “hágase la voluntad del Señor”. Porque sin Él estamos hundidos en el silencio para decidir con mayor virtud (que si Dios existiera) una vida moral o una vida de destrucción. Por eso el existencialismo sartreano es de ascetas. ¿De estoicos?
Por otra parte, si Dios no hizo al hombre (y menos aún a su imagen y semejanza) ¿quién puede decir qué es el hombre, cómo es, a qué debe dedicar sus esfuerzos? Sartre por ello decide que el hombre no es una estatua terminada sino un ser en constante creación porque él mismo se crea o se destruye. De modo que tampoco ninguno puede afirmar ¿cuál es la naturaleza del hombre? (ser bueno o ser malo, la maldad o el bien) en tanto no hay un ser superior que haya planeado (de antemano) su naturaleza y su esencia.
Por eso lanza su tremenda y desoladora frase: “la existencia precede a la esencia” que de primera lectura nos puede dejar un poco in albis (por exceso de abstracción) pero que se entiende muy bien en cuanto vemos que la pronunció convencido de que solamente el existir, el vivir, la autoconciencia del ser (escuchando los ecos del “pienso, luego existo”) nos puede llevar a la conceptualización de una esencia o naturaleza del hombre puesto que ésta no ha sido creada de antemano sino que se crea con cada vida vivida, en cada yo individual.
La existencia o el existencialismo que es la actividad de existir, de vivir sin Dios y en un mundo agrio y desesperanzado nos lleva (pese a ello) a escoger (he allí la libertad) o el bien o el mal. Y este escoger sin Dios. Y este escoger en un planeta avaricioso nos sitúa (antes, en y después del acto discriminativo) en la angustia. La libertad de escoger produce angustia magnificada por la derrotista visión que la Tierra nos pinta y por la carencia de un ser superior al cual acogernos y al cual echarle la culpa de todas nuestras pequeñeces.
La angustia es el clima del hombre. Su fomento y también su destrucción. Depende. Porque si es fuerte la angustia lo lleva a ser más creador. Pero si es débil lo arrojará en la desesperación y hasta en la psicosis o en la evasión y en la enfermedad. El tema de la angustia es uno de los más hermosos desarrollados por Sartre.