El cofre de madera, barnizado a mano por algún ebanista de hacía muchos años, la abuela siempre lo tuvo junto a su cama sin permitir que nadie se enterara de lo que en el se guardaba. Y era tan intrigante el misterio, que hasta la misma llave fabricada en tiempo de la colonia, la abuela se la colgaba en el cuello con un listón de satín negro, para asegurar que no descubriéramos su contenido. En el centro, por donde había que meter la llave, el cofre tenía una perilla de porcelana parecida a un ajo pelado con hendiduras pintadas de azul. Y así, por muchos años, el misterio del cofre negro se mantuvo en la vida cotidiana de la familia, hasta que todos terminamos por olvidarlo y colgarlo en los ganchos de las indiferencias.
Cuando la abuela falleció, antes de encajonarla y cerrar con clavos el ataúd para eterna memoria, le quitaron del cuello el listón de satín negro con todo y la llave, a la espera de que los familiares regresaran del cementerio para abrirlo y saber por fin qué era lo que contenía. Cuando la tía metió la llave en el agujero de la chapa, la tapadera crujió como puerta antigua quizá por los años que había permanecido cerrado y entonces se sintió un olor a viejo en todo el ambiente y un montón de murciélagos salieron en alocado vuelo, sin llegar a saber cómo se metieron si no había por dónde. Cuando vimos el contenido del cofre negro, solo había una madrileña blanca con una leyenda que decía: “Fabricada en Madrid”, una espuela de plata con evidencias de poco uso, pues brillaba como si la hubieran pulida con bicarbonato y limón, y la copia de un documento de 1898, que era el acta de matrimonio en donde constaba que la abuela se había casado ante el Jefe Político de la ciudad capital, con un ciudadano originario de México. Eso era todo el contenido del cofre negro, que por tantos años nos mantuvo en con dudas, al menos por el tiempo que al cofre se lo llevó el olvido.
La madrileña era la prenda que la abuela había lucido en la ceremonia de su matrimonio civil y la espuela era el único recuerdo que el abuelo había guardado cuando joven, después de la batalla de Victoriano Huerta con los franceses, tuvo que venirse huyendo en calidad de asilado político. Eran recuerdos de tiempos pasados cuando el cuerno de la abundancia les permitía vivir como en épocas virreinales, hasta llegar a situaciones de subsistencia con lo que Dios proveía. Dicen que se puede vivir de recuerdos cuando éstos son de momentos que llenan el estómago. Y de eso quizá vivió la abuela con todos sus hijos al morir el abuelo, soñando con un pasado que nunca volvería.
Cuando sacaron la madrileña y la espuela, resultó que en el fondo también había un mapa que daba las coordenadas que debían seguirse para encontrar una mina de oro. El problema era que el lugar señalado para encontrar la mina quedaba hasta en la costa del atlántico y ninguna de las hijas estaba apta para dedicarle su tiempo a la búsqueda del oro. Pero, el tío Chico, que se las llevaba de gambusino, cogió el mapa y se dispuso a descifrarlo, despidiéndose como si se iba para siempre. Y la verdad es que por años se fue para siempre y los únicos que sabían de él y que estaba vivo, eran el dentista empírico que le ponía coronas de oro a los marchantes que llegaban del Quiché y el joyero que fabricaba argollas de matrimonio y gargantillas con medallas de la virgen de Lourdes, pues les mandaba pepitas de oro por correo certificado, las que lograba recoger en los ríos de Izabal, utilizando unos peroles de latón, como sombreros chinos, en donde poco a poco le iban apareciendo pequeños fragmentos del metal, pues la mina que estaba señalada en el mapa nunca apareció. Con los familiares no se comunicaba, porque creía que le iban a reclamar una parte de sus descubrimientos. De repente aparecía por la casa aparentando estar en la miseria para que lo alojaran de regalado y luego desaparecía por otros años. Cuando tío Chico llegó a viejo, regresó a casa, reunió a los hermanos y a las hermanas para comunicarles que les devolvía el mapa porque ya no estaba en edad de andar buscando el oro que describía el mapa y que el abuelo encontró tirado en las playas de Veracruz cuando anduvo en sus correrías de soldado de infantería. Entonces mi tía Chus agarro el mapa, lo partió en cuatro pedazos como hoja de periódico y los colgó en el gancho del excusado, pues ninguno tenía interés es esa locura de andar en busca de metales preciosos.