La situación es crítica: la corrupción no deja de incrementarse, al igual el presupuesto de gasto de la nación y la deuda nacional. A la par del robo y la malversación, la economía no crece como debiera e inequidades de todo tipo bañaban la Nación. Ante ello, posiblemente los estándares de vida de la mayoría o retroceden o se han estancado en un mal nivel. Por otro lado, todas las intervenciones del gobierno a fin de remediar esos males: la corrupción, las injusticias y las inequidades, se dan de bruces contra el bloqueo que le tienen los malos, esparcidos por todos los mandos altos y medios de todas las instituciones de gobierno. Todo ello alimenta una oleada de derrotismo, que campea por todos los sectores sociales y lo trágico en estos momentos, es esperar que los malos se acaben o cedan, a través del funcionamiento del sistema de gobierno actual. Eso solo lleva a lidiar con la esperanza, no con la problemática.
Ese panorama, me permitió la siguiente cavilación: cuando las leyes y la justicia oprimen al pueblo a través de la forma en que se les interpreta, administra y ejecuta por sus representantes ¿es justo que se respeten las normas y leyes que impiden el cambiar eso? He acá el dilema del momento que me llevó a la siguiente reflexión.
En nuestra tierra, esa problemática tiene guisas de ser una herencia social. Gobernantes y gobernados, asumimos el comportamiento de no hacer olas. Para la mayoría de ciudadanos, la culminación y única participación política se volca en el voto y ello modera cualquier otro tipo de participación en la vida social y política, haciendo honor de aquello de que de los hombres es errar y ante ello solo cabe el aguantar, asignándole al voto erróneamente tolerancia. Y esa forma de pensar, se considera la consumación del respeto a la ley y a la democracia, cuando ni ese es el objetivo del voto ni tampoco la correcta forma de participar en la vida pública y privada. Por ejemplo, el dar el voto, no significa aceptar y tolerar que los ganadores ocupen su cargo para hacer y deshacer lo que les venga en gana. El voto no se subordina a la aceptación de una conducta, va subordinado a un mandato y su cumplimiento dentro de lo que manda la ética, la dignidad y las leyes. Por principio, ni el voto ni el resultado de una votación, debe ser interpretado como castigo o motivo de tolerancia y resignación. No somos culpables –como muchas veces se nos hace creer– del mal actuar del que elegimos, lo es solo el que comete voluntariamente el delito y cuando la mayoría es afecta a ese actuar y la justicia es ciega a la demanda, tal situación pone ante un dilema: justicia o venganza y por supuesto –en nuestro caso– solo queda lo segundo, pues esperar que las cortes resuelvan, cuando están tomadas por el mal, es utopía y a gobernantes y gobernados solo queda romper el mal desde su origen y acompañar esta acción viendo más allá, que tiene que ver con la prevención futura, si no se quiere perseverar en lastimosos reclamos, por volver a lo mismo.
Tal es el camino que a mi entender queda: justicia contra la justicia que oprime, es lo que reclama el estado de las cosas y eso significa un actuar de hace milenios sabido: rómpase la afrenta, con afrenta; el robo con el despojo. Y bien dice el viejo refrán: El que así lo hizo que tal o igual lo pague. Ya basta de enfrascarse en señalar males que hacen padecer a muchos. A falta de rectitud y honestidad de jueces y autoridades para administrar justicia, hay que salir de la sombra y dejar a un lado lágrimas y cólera y entrar en acción para lograr el cambio.