Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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No sin cierta sorpresa, aunque sin extrañeza, leí la noticia de que una obra de arte moderno había sido vendida por la módica suma de poco más de seis millones de dólares. El comprador, un magnate de las criptomonedas ―según leí―, compró la obra con la clara y manifiesta intención de comérsela, es decir, utilizar aquella obra de arte recién adquirida, para ser ingerida como cualquier otro alimento del que pueda disponerse en la actualidad.

El asunto no tendría mayor relevancia de no ser por dos cuestiones evidentes y fundamentales a la hora de discutir el asunto. La primera, el monto pagado en criptomonedas por la obra adquirida, una suma millonaria con la que podría adquirirse  mucha deliciosa comida para saciar el hambre de mucha gente y de quien adquirió la controversial obra de arte que para muchas personas no puede ―o no debe― ser considerada como tal.

La segunda cuestión es la propia obra en sí: un plátano ―o banana― pegada con una gruesa cinta adhesiva gris en una pared. El asunto ha puesto sobre la mesa una acalorada discusión y debate en torno a los verdaderos propósitos y valor del arte contemporáneo, que, aunque no se debe generalizar en manera alguna, ciertamente pone de manifiesto, unas muy diferentes concepciones acerca del arte y su existencia.

Tengo muy buenos amigos artistas. Y aunque nunca he conversado ―y mucho menos discutido― con ellos, asuntos de bananas con cinta adhesiva en una pared, existe una suerte de parteaguas que separa la belleza de una pintura o dibujo expuesto en la pared, y la belleza que alguien pueda encontrar, más allá de las motivaciones y razones del artista, en un banano como el ya descrito.

La intencionalidad manifestada por el comprador de la controversial obra dice mucho, no sólo del valor que él le ha dado a la obra, si no del significado que le ha dado al dinero que ha pagado por su famosa adquisición. Quien puede adquirir una obra de arte ―o cualquier otra cosa― tiene todo el derecho de hacer con ello lo que desee, aun cuando la acción resulte controversial o contraria a la lógica de muchos.

Sin embargo, el asunto hace imaginar y realizar graciosas elucubraciones acerca de lo que pensarían artistas como Botticelli, Miguel Ángel, Bellini o Caravaggio si vieran la exorbitante suma que alguien pagó por “una obra” de un compatriota suyo que dista mucho de las famosas obras que ellos dejaron para la posteridad. Dudo mucho que un banano pegado con cinta adhesiva en una pared dure tanto, aunque mucho se hable de ello.

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