Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Hemos aparecido en uno de los planetas más pequeños, dependiente de uno de los astros menos grandes de la Vía Láctea. No hubo vida en la Tierra mientras ésta ardía. No la habrá cuando se torne helada. La hay, casualmente porque ahora es tibia, acogedora y Dionisos la arropa entre la palpitante primavera de sus ninfas y faunos.

Lord Bertrand Arthur William Russell (que falleció hace mucho más de 25 años, muy anciano) quiso enseñar a los hombres la libertad, la clara senda de los liberales, quiso demostrar que todas las religiones y todos los estados manipulan el miedo, que el hombre brota de pronto en el torbellino de la evolución y  que no es creado ni producto de una causa superior. Que la moral es invento humano, que para coger y tomar fuerza se le creó un pedigrí celestial, puesto que de otra manera los hombres no habrían obedecido, pues las muchedumbres han aceptado ciegamente que si Dios no existiera todo nos estaría permitido.

Russell era simplemente natural, si lo quisiéramos reducir a una expresión sencilla, sin edulcurantes librescos y rebuscados. Aseguraba que la insidia de Platón casi había borrado del mapa de la filosofía a Demócrito –el atomista– que creía en un universo de átomos que componen lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Y en medio de esos dos infinitos, la irresignada casualidad del hombre aterrado por la muerte, por el mal, por la necesidad de un padre o, cuando menos, un Big Brother del cual asirse cuando las tormentas de la vida arrecian. De un Estado y de la majestad de un presidente que pongan orden en la sociedad, porque le teme al desorden de cuyo fermento cósmico ha nacido.

Muy pronto en la vida aprendió que necesitaba verse natural, naturalista inviolado en su ingenuidad primitiva. Libre. Librepensador. De vuelta a la bondad inicial. Renacido en la tradición dionisíaca de Demócrito, Darwin, Giordano Bruno, pero también del empirismo lockiano, padre del liberalismo demócrata, padre del socialismo liberal.

Sostenía una Historia sin límites en contra de Hegel y de Marx (por vías diferentes) y a quienes detestaba por especular con la Historia. Ni la democracia liberal de Hegel (hipócritamente complaciente con la monarquía) ni la cerrada ortodoxia de la dictadura marxista del proletariado, pudieron ni podrían convencer el alma libertaria de Russell (ni menos aún la religión cristiana) de un bien y un mal inventados para encadenar a la sensualidad y a la razón, a la ciencia y a la filosofía, en una palabra a la vida, a la voluntad de vivir (especie de dios oriental y naturalista) que habían proclamado Nietzsche y Schopenhauer.

Fue perseguido en nombre de la moral, de Dios y de la religión. La Universidad de la ciudad de Nueva York le cerró las puertas por ateo revoltoso, frente a la estatua de la libertad que recibe a los peregrinos del mundo.

Había nacido para enseñar la ciencia de la libertad a los liberales que se aterrorizan cuando pierden las cadenas de la fe, es decir, del castigo.

Fue íntimo amigo de Ludwig Wittgenstein pues de lejos influye en el “Tractatus lógico-philosophicus”, acaso la obra cumbre del pensamiento anglo-alemán que recibe la impronta del pensamiento de Russell en cuanto matemático y del pensamiento liberal en el  sentido moderno y, en los dos, la consonancia de una negada metafísica y moral que se intuyen en Russell en “Por qué no soy cristiano” y en el vienés en muchos de los aforismos del “Tractatus” y de “Ludwig Wittgenstein, diarios secretos”, ésta última obra, un texto bastante desconocido de él y concebida sobre todo cuando estuvo enamorado de otro hombre pues era homosexual.

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