Vivimos en una era donde lo “disruptivo” no solo está de moda, sino que define la manera como el mundo actual se transforma. Desde la tecnología hasta la política, ser un individuo “disruptor” significa cuestionar lo establecido, romper las reglas del juego y, a menudo, reinventarlas. Pero ese poder conlleva también consecuencias, algunas de ellas impredecibles. La pregunta, por consiguiente, no es solo cómo ser “disruptor”, sino cómo evitar que esa capacidad de cambio termine generando un caos o una catástrofe global.
Un “disruptor” no es únicamente un simple innovador; es un fenómeno equivalente a una fuerza natural capaz de cambiar las estructuras globales. Podemos pensar en un individuo como Elon Musk y su carrera por democratizar y poblar el espacio, revolucionar el transporte urbano o soñar con subir nuestras identidades a la “nube” y lograr la inmortalidad o bien en movimientos como el Brexit o la creación de los BRICS que reconfiguraron alianzas históricas. También lo vemos en el impacto de la inteligencia artificial, los increíbles avances de la biotecnología y las criptomonedas.
En esencia, un “disruptor” es alguien o algo que desafía el statu quo. Pero no todos los desafíos son positivos. Aunque estos agentes de cambio pueden traer avances, también generan tensiones, conflictos e incluso desestabilización y caos. Al final, la disrupción parece que no es necesariamente ni buena ni mala; sus efectos dependen del contexto y la intención con la que se lleva a cabo.
Para lidiar con la disrupción no disponemos un manual de usuario, y ahí reside su mayor riesgo. Pensemos en la inteligencia artificial: mientras promete curar enfermedades y transformar la educación, amenaza también con generar desempleo masivo, desinformación y un poder de vigilancia de los gobiernos sin precedentes. ¿Qué pasa cuando una tecnología tan poderosa cae en manos irresponsables o cuando su avance supera las capacidades humanas de previsión y regulación?
La política es asimismo un terreno fértil –el más fértil– para la disrupción. Los líderes populistas suelen presentarse como disruptores desafiando las instituciones tradicionales y prometiendo renovarlas. Sin embargo, cuando esa ruptura no tiene una visión clara, puede terminar generando polarización, debilitando las democracias y, en casos extremos, llevando al conflicto civil y a la guerra internacional.
Luego está el medio ambiente. La disrupción económica, sin medidas sostenibles, puede acelerar el cambio climático y agotar recursos esenciales, dejando a las generaciones futuras con menos bienes disponibles para sobrevivir.
Y no se trata de frenarla. Más bien, debemos aprender a canalizarla de manera responsable y sostenible. El poder de cambiar el mundo no puede ejercerse sin pensar en las consecuencias de largo plazo. Cada avance, cada idea, debe pasar por un filtro ético. ¿Cómo afecta esto a la sociedad y a los individuos? ¿Qué implicaciones tiene a largo plazo? Ser “disruptor” no significa estar ciego ante los riesgos, sino enfrentarlos con una visión clara.
La ausencia de regulación no siempre fomenta la libertad, sino en ocasiones puede producir el caos. Es urgente que los gobiernos y organismos internacionales trabajen juntos para establecer reglas mínimas y claras en áreas como la inteligencia artificial o las criptomonedas. No se trata de frenar el progreso, sino de garantizar que el mismo no se convierta en un arma contra la humanidad.
La disrupción acarrea siempre incertidumbre, y la mejor defensa contra ello es una sociedad preparada. Los sistemas educativos deben evolucionar promoviendo un enfoque que privilegie el pensamiento crítico y la adaptabilidad personal y comunitaria basada en una ética de principios y valores sólidos de libertad y responsabilidad. Esta es la única manera de evitar que las personas se conviertan en víctimas del cambio.
Las Naciones Unidas, el FMI, incluso la Organización Mundial del Comercio, necesitan repensar su papel frente a los desafíos disruptivos. Estas instituciones deben ser árbitros y facilitadores, no simples reguladores u observadores. El mundo necesita espacios de diálogo y cooperación para anticipar y mitigar los riesgos globales.
Si algo hemos aprendido de los últimos años, es que no hay progreso posible en un planeta que colapsa. La innovación y la sostenibilidad no pueden ser enemigos; deben caminar juntas. Cada nueva idea debe evaluarse por su impacto ambiental, y las iniciativas sostenibles deben recibir prioridad en los esfuerzos internacionales.
La historia nos enseña que la disrupción, aunque caótica, puede ser una fuerza para el bien. Las revoluciones industriales en el pasado trajeron desigualdades y explotación, pero también impulsaron avances sin precedentes construyendo sociedades con mayor bienestar. La clave es gestionar el cambio con la cabeza fría y el corazón cálido, equilibrando las transformaciones con la justicia, la libertad y el cuidado ambiental.
Hoy nos enfrentamos a retos colosales: una crisis climática que avanza sin tregua, brechas económicas que dividen al mundo y una carrera tecnológica que a veces parece más peligrosa que prometedora. Los “disruptores” están en una posición única para marcar la diferencia, pero solo si ellos y nosotros todos, actuamos con visión clara asumiendo nuestra responsabilidad.
Ser un “disruptor” no es un título, es un compromiso. Es comprender que cada acción tiene repercusiones más allá del aquí y el ahora. Es desafiar las normas, sí, pero también construir un mundo más justo, sostenible y equitativo.La disrupción no es el problema. Lo es la falta de visión, de valores y principios éticos y de preparación para manejar los cambios que inevitablemente vienen. Si logramos integrar estos valores en el proceso, el mundo no solo sobrevivirá a la disrupción, sino que también prosperará gracias a ella.