Juan José Narciso Chúa

La movilización ciudadana que se gestó alrededor de los excesos y escándalos de corrupción del anterior régimen mostraron efectos positivos en el sentir ciudadano, cuando con su presencia y manifestación pacífica pudo concretizar la caída de un régimen chambón y corrupto, lo cual generó un sentimiento de satisfacción y arrancó la emoción de todos los que nos presentamos a manifestar en esos días. En medio de esta movilización ciudadana de carácter inédito, que mostró el carácter y el poder que puede tener el pueblo soberano, también dejó entrever en un momento una convergencia de intereses alrededor de ciertos logros que se estimaban pertinentes, pero que al final no alcanzaban a generar una mayor profundidad sobre el futuro de la democracia en el país.

Las divergencias se empezaron a mostrar con la discusión sobre las elecciones. Las posturas se mostraban en extremos. Unos, que nos inclinábamos por un rezago leve de las elecciones, para dar tiempo a concebir y presionar para modificar leyes que se estimaban estratégicas para la continuidad de la convivencia en democracia. Otros, se mostraron contrarios a este rezago, mientras se aferraban al marco legal que establecía fechas para el calendario de ejecución de las elecciones. Esta divergencia, justamente retrata el argumento de la presente nota, pues al final, acá lo que hubo fue una resistencia al cambio arropada bajo criterios de legalidad, pero que al final pretendían esconder la legitimidad de una movilización ciudadana que apuntaba para más y más. Dentro de esta resistencia al cambio de modelo de convivencia política, se encontraba el temor –estimo equivocado–, de que las manifestaciones y muchos de los grupos aglutinados alrededor de este sentir ciudadano por un cambio profundo en el quehacer político, podrían llevar a generar efectivamente modificaciones al marco jurídico que podrían afectar la sustentación de un sistema concebido para mantener privilegios y control sobre el Estado, sus organismos y sus instituciones.

De hecho, no es fácil para los conservadores del statu quo, soltar fácilmente un conjunto de organismos de Estado que funcionan a su conveniencia por medio de la cooptación y la corrupción, tales los casos del Organismo Legislativo –que encierra a un grupo de diputados que se consideran fieles representantes de grupos de interés–, otros que no tienen la menor idea de su trabajo real en el hemiciclo, pero entienden que deben votar y con ello se abonará a su fortuna personal y unos pocos que hacen el esfuerzo por independizarse de la presión de las élites.

En el Organismo Judicial, la situación no era la excepción, los tribunales de justicia y los juzgadores, se encontraban en una cómoda situación pues al conceder su independencia a los intereses fácticos, conseguían ingresos que mejoraban o cambiaban su vida para siempre. Y en el caso del Organismo Ejecutivo, pues todo lo que develó la CICIG, es una pequeña muestra de un comportamiento dócil y vendido a intereses de cualquier tipo.

Todo este conjunto de situaciones de control, cooptación y corrupción, representa la posibilidad de mantener privilegios, zonas de exclusión, mercados imperfectos y un espacio permeable para la elusión y la evasión. Entonces la democracia es fuerte y plural hasta que responde a esos intereses, por lo que pensar en hacer cambios de fondo resultaba, en una afrenta a grupos fácticos, que seguramente hoy se encuentran tranquilos al saber que consiguieron mantener las bases del sistema intactas, pero bien que saben también que su victoria fue temporal y pírrica, pues la ciudadanía no se dejará engañar nuevamente y seguramente saldrá a las calles a mostrar la dignidad y el decoro para cambios que hagan de la democracia un juego de equidad, equilibrio y donde sus límites no sean tan porosos como lo que vivimos actualmente y que benefician a algunos en detrimento de la mayoría.

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