Reflexiones Dominicales

Colaboración especial para compartir con los parroquianos y, de paso, con algún sacerdote que pueda sentirse inspirado para su prédica dominical.

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Las lecturas de este domingo nos presentan a Jesús recitando el “Shemá Israel”. Esa es la plegaria más sagrada del judaísmo y la declaración fundamental de la creencia judía. Contiene la esencia de la fe de Abraham y de Moisés. Todo judío devoto la debe pronunciar al menos dos veces al día; más bien la debe “exclamar” por cuanto se hace frente al pueblo. Es realmente un grito, pues quien la dice se dirige al pueblo: “escucha Israel”, esto es, escuchen todos, por lo mismo debo vociferar. 

En la Antigüedad, en los albores de la civilización humana, la creencia monoteísta de los hebreos irrumpió en medio hostil, abriéndose camino en la oscuridad de muchas civilizaciones que veneraban innumerables dioses, como los egipcios, los hititas o los sumerios (no se diga de los griegos y los romanos). Pero, la luz empezaba a irradiarse, la revelación se asomaba con las enseñanzas de Abraham y luego Moisés que proclamaron que solo había un Dios, concepto que pareció muy extraño a los imperios circundantes. 

Los hebreros reconocieron que hay un solo Dios y, por lo mismo, todos debíamos “amarlo con todo nuestro corazón, nuestra mente, nuestro corazón y nuestras fuerzas”. Claramente, es el mandamiento máximo, ineludible. Pero en el Antiguo Testamento aparece otro mandato que pareciera pertenecer más del Nuevo Testamento. En efecto, en Levítico 19,18: “No serás vengativo con tus compatriotas ni les guardarás rencor. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy tu Dios.” 

De esa cuenta la declaración que identifica al creyente judío es la afirmación de la unicidad de Dios: “Shemá Israel, Adonai Eloheinu, Adonai Ejad”. Escucha Israel, Adonai es nuestro Dios, Adonai es uno (“Adonai”, el Señor, era una forma respetuosa, para no pronunciar el sacratísimo nombre de YAHW). 

El rabino Hillel, conocido como “el Sabio” o “el Anciano”, tendría unos 70 años cuando nació Jesús y se cree que vivió hasta el año 10. Es posible que haya conocido a Jesús; el filólogo francés, Ernest Renan, sugiere que fue su maestro. Difícil de confirmar, aunque recordemos que Jesús discutía en el templo con los doctores de la ley cuando era un niño. Pero no existen pruebas de esa relación. En todo caso Hillel, que perteneció a la secta de los fariseos (que tenían apego irrestricto a las escrituras), fue un eminente rabino y el primer estudioso que trabajó en sistematizar la interpretación de la Torá escrita. Un gran erudito de la ley de los profetas, conocía a la perfección los 613 preceptos del judaísmo; recitaba varias veces al día el Shemá Israel. Claramente, condensaba un profundo conocimiento de la ley y por eso sentenció: “Lo que es odioso para ti no se lo hagas al prójimo. Es la esencia de la Torá. Todo lo demás son comentarios.” 

Jesús de Nazaret era un maestro, por eso le hacían preguntas. En el caso de este domingo, un escriba lo sometió a prueba: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”. Como fiel practicante judío encontró ocasión para proclamar el Shemá Israel. Obviamente, lo habrá expresado en arameo, pero los textos bíblicos se han traducido a las lenguas vernáculas. Pero Jesús aprovechó la pregunta para agregar un segundo mandamiento (que no le estaban preguntando) para complementar el primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos.”     

El escriba dio su aprobación y a su vez agregó que amar al único Dios y luego al prójimo como a uno mismo “vale más que todos los holocaustos y sacrificios.” En otras palabras, el amor se impone a todos los demás actos devocionales que, aunque bienvenidos (ayunos, rezos, velas, procesiones, diezmos, etc.), no son suficientes para la salvación: “misericordia quiero y no sacrificios” (Mt. 9,10).

En esa especie de diálogo improvisado, la última palabra la tuvo Jesús: “No estás lejos del reino de Dios” le dijo al escriba y el tema de debate quedó tan claro que “nadie se atrevió a hacerle más preguntas.”

Pero hay algo más; poco antes de su Pasión Jesús perfecciona su mandato respecto al amor al prójimo. Lo eleva a un nivel superior, de dimensiones divinas, ya que, por nuestra propia naturaleza humana, por nuestra mezquindad y limitaciones, hasta el amor “a nosotros mismos” es imperfecto. Valgan de ejemplo los desvíos, las adiciones, el descuido, la ansiedad, etc. A pesar de que supuestamente velamos por nuestro interés, somos incapaces de amar, aún a lo interno, con la plenitud del amor. Por eso Jesús, cuando se estaba despidiendo, superó el mandato, ya no se trataba de amar como “a nosotros mismos” sino amar “como yo os he amado”. Solo Jesús puede amar en toda su plenitud. 

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