Fernando Cajas

Fernando Cajas, profesor de ingeniería del Centro Universitario de Occidente, tiene una ingeniería de la USAC, una maestría en Matemática e la Universidad de Panamá y un Doctorado en Didáctica de la Ciencia de LA Universidad Estatal de Michigan.

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Siempre me ha gustado ir al mar, pero no a cualquier mar, no a cualquier océano, no a cualquier bahía. Me gusta ir al mar al que me llevaba mi papá, siendo yo un niño de primaria. He vuelto al mar tantas veces sin saber que en el fondo buscaba ese lugar de encuentro, porque el mar, eso era, eso es, eso daba, eso da: Esta hermosa sensación del no cambio. Era por eso que al llegar y ver al horizonte recordaba con profundidad su mano fuerte sosteniendo la mía, caminando hacia la primera ola de aquel Océano Pacífico que de pacífico no tenía nada. Pero entonces, el viejo muelle de hierro con trozos de madera permitía que esa playa particular fuese la que yo recodaría por decenas de años. A mi llegada, a mi regreso a esa playa, siempre disfruto ver al océano porque eso es para mí lo permanente, el no cambio dentro del cambio. 

La memoria es algo más que recordar. No es solo el hecho, que creemos que sucedió, es, principalmente es, lo que interpretamos que fue. Se junta todo, lugar, olor, sabor, textura, color, todo. Somos más que una estructura material sometida a una fuerza, a una carga, más que un objeto estirado que recuerda porque no regresa. Dicen los ingenieros que ese material tiene memoria o que entró a su zona inelástica. Los seres humanos somos algo de eso, pero también somos mucho más que eso. 

Mi papá recordaba su infancia con especial ternura, aunque sus familiares la recordaban como una infancia dura, hecha de pobreza. Eso no lo mencionaba él mientras se disponía a trabajar diariamente. Los recuerdos parecen ser un patrimonio individual, pero realmente son un fenómeno social. De la misma forma en que pensamos que el aprendizaje es un fenómeno individual, algo que pasa en la mente de un individuo particular, el aprendizaje realmente es un fenómeno social. Aún las historias más íntimas son sociales, más que una impronta, una especie de huella que deja el pasado vivido de los sujetos. Entonces, la memoria sería el acceso a esas huellas que quedaron en la mente. Yo por mi parte creo que la memoria tiene un carácter social, como el aprendizaje, aunque da la apariencia de un ente individual. 

Para tener acceso a la naturaleza de los recuerdos, debemos romper con las dicotomías tradicionales que nos ha impuesto el idealismo, esto es, la dicotomía falsa entre sujeto y sociedad. No se trata de decir que la memoria social está encima del individuo particular, sino más bien ambas forman parte de un todo, de una práctica social que las integra. Aquí yo tomo una visión constructivista de los recuerdos, de la memoria y del mismo aprendizaje que más que una propiedad individual en la cabeza de un solo individuo es la edificación social, esto es, política, económica y cultural que permite a esta práctica social recursiva reconstruir el pasado con determinada intencionalidad. Mi argumento es que los recuerdos son el producto de las prácticas sociales, como lo es el aprendizaje, en pocas palabras, recordar es una praxis social. Y esto no es solamente en términos de los recuerdos de la playa, de mi padre, del muelle viejo carcomido por el salitre, esto también es lo que pasa en las escuelas, en el trabajo en sociedad. 

Los recuerdos son, entonces, una construcción social que mantiene unida nuestra identidad social. Ciertamente, requiere referencias tangibles, como toda práctica social y en el fondo reflejan anhelos y realidades construidas de un pasado que ya no existe, pero que se reconstruye cotidianamente. Olvidamos también, si no sería imposible recordar. No somos espejos, ni baúles que guardan aquellas fotos amarillas por el paso del tiempo. El pasado no se refleja. El pasado ya no existe, lo hacemos posible a través de artificios sociales capaces de darle sentido a una vida que a veces no tiene sentido y esto sucede mucho en los ambientes escolares donde pasamos muchos años de nuestra vida «aprendiendo» cosas que, para nosotros, los estudiantes, no tienen sentido y que para los profesores «debería» tener sentido. 

Los estudiantes no aprenden inglés, ni matemática, ni ciencias en la escuela porque no hemos reconocido la naturaleza social del aprendizaje y de la memoria. En otras palabras, el inglés se aprende como si fuese una serie de frases, reglas, normas, oraciones, verbos, pero se pierde su función social de ser hablado dentro de una comunidad de hablantes, esto es, el objetivo social del mismo de comunicarse por razones genuinas.  Lo mismo nos pasa con matemática. La matemática escolar es una serie de algoritmos, reglas, ecuaciones que no tienen sentido social para los alumnos. Como tal, la matemática escolar no la hemos podido convertir en una herramienta útil a la comunidad. No digamos la ciencia escolar, que se resume en la memorización de las partes de un sistema, sin entrar a entender la función de los sistemas, tales como el sistema solar o el ciclo del agua, ambos memorizados, pero no relacionados con la vida cotidiana de los estudiantes. Así, aunque puedan conocer las fases del agua, no conocen el ciclo social del agua, esto es, la verdadera relación del agua tanto superficial como subterránea, tanto líquida como gaseosa, con su propia vida comunitaria. Y aunque podrán repetir los nombres de los planetas, lo importante es la gravitación que los une. Sin el entendimiento de la gravitación, no hay entendimiento del ciclo del agua. Sin el entendimiento de la memoria, no hay entendimiento del olvido. 

Pero los aprendizajes más profundos, aquellos que creemos que guardamos en nuestras individualizadas memorias no son libros que tomamos de nuestra biblioteca mental, no son fotos de un pasado que no existe, son realmente la reconstrucción del pasado en el presente.

Las memorias nuestras del agua son mucho más que el conocer, el leer o el memorizar que el agua existe en estado líquido, sólido o gaseoso. Los verdaderos recuerdos del agua son cuando juntamos el agua que nos bañó por primera vez recién salidos del vientre materno, el agua que nos mojó en aquella caminata con nuestra primera novia, el agua que nos mojó en las profundidades de aquel lago que nace en el cráter de un volcán, el agua que nadamos antes de ser humanos y por eso el regreso insistente al mar, no solamente para recordar quienes fuimos y recuperar quienes somos, sino para saber quiénes ya no somos. 

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