La mesa del fiambre debe ser grande, muy grande, para que quepan todos los convidados. No solo aquellos parientes y amigos queridos que siempre han llegado a compartir el día. Algunos traen bajo el brazo un bollo, pan de muerto o una botella de vino. Pero también hay otros invitados para los que también hay que hacer lugar; esos invitados a los que no podemos abrazar, pero que nunca han dejado de estar con nosotros, nunca han abandonado su esquinita en el corazón. El abuelo y la abuela (los abuelos nunca mueren, solo duermen en el corazón de sus nietos), el tío, el hermano que se anticipó, el primo que sorpresivamente se fue, el amigo que sufrió un infarto o el que sufrió larga enfermedad, etc. a todos aquellos que hasta hace poco se sentaban alrededor de la mesa y ahora degustan el fiambre, pero en otra dimensión, en otra mesa a la que nosotros también estamos convidados y algún día llegaremos. Aunque no corre prisa.
Afuera del salón, asomando sus feas caras por el umbral de la puerta, están los colados de siempre: los duendes, el Sombrerón, la Llorona con música de Chabela Vargas (¡Uy!), el Cadejo, los muchos “aparecidos” que rondan los cementerios, las calacas, las catrinas, los vampiros, los fantasmas de túnica blanca, el jinete sin cabeza (a quien erigimos un monumento en plena Avenida de la Reforma), Coco, el hombre lobo, las brujas con sus escobas con manojo de ramas atadas (dispuestas para volar); personajes, todos ellos, que se alebrestan en esta época del año. Acaso salen de sus tumbas o emergen de sus sombras. También, por aquello de la transculturización, se suman los alebrijes mexicanos de vivos colores y también las calabazas con caras talladas (por aquello de los migrantes).
También ha sido espaciosa la cocina, con diferentes secciones para colocar las varias tablas donde se dan a la tarea de troceado. Las voluntarias se ofrecen a cortar las verduras y los embutidos. Pero no se cansan, ni se quejan, aunque realizan labor, están conscientes que cumplen un rito generacional y saben que habrán de trasladarlo a las futuras generaciones. Pieza por pieza, pedazo por pedazo.
El fiambre representa nuestra realidad humana. Todos somos diferentes, pero al mismo tiempo somos iguales. Cortados por el mismo cuchillo, no somos más que una pieza, un ingrediente distinto, un sabor diferente que compone el gran plato. Una gran variedad de individuos, pero una sola unidad. Verduras en trozos: zanahorias, apios, ejotes, coliflores, brócoli, rabanitos, elotes tiernos, remolacha (según la receta del fiambre rojo), luego los pedazos de chorizo, jamón, cecina, butifarras, lengua salitrada, salchichas. Algunas expertas le agregan alcaparras, arvejas, aceitunas, cebollitas. Formado el conjunto en forma de volcán le cae, como nieve, el queso en polvo y de remate unos espárragos, tiras de pacayas, cortes de huevo duro y coronando el prodigio está el chile chamborote.
Plato vigoroso para reponer las fuerzas y calmar el hambre especial de aquellos que agotaron sus esfuerzos físicos en la visita al cementerio. Fueron a “florear” los mausoleos. Ah, las flores de cementerio: “No sé qué tienen las flores de un cementerio/que cuando las mueve el viento parecen que están llorando.”
Algunos afirman que en estas fiestas resaltamos la muerte. Así lo celebran en nuestro vecino del norte, cuyos pobladores llegan a acampar a los cementerios en un intento material de sentir la presencia de los seres queridos. Realmente lo que nosotros resaltamos en Guatemala es la transición, ese paso ineludible que todos habremos de dar; ese puente que queda entre los vivos y los que ya dieron ese paso.
Este viernes 1 de noviembre celebramos el fiambre de este año. Pero, si nos compenetramos en la esencia de todo el protocolo, cabe reflexionar que podría ser el último fiambre que disfrutemos. Claro, no hay que ser tan fatalista, empero, después de todo, la esencia de estas fiestas es precisamente el reconocimiento, acaso la sumisión, al cruce del umbral. Muchos tenemos seguros de salud, de vehículo, de vivienda, etc. También hay seguros mal llamados “de vida” que cobran sentido cuando uno se muere. Pero no hay “seguro” que nos garantice tanto tiempo de vida; por eso nadie puede asegurar que estaremos el próximo 1 de noviembre. Si ni siquiera se puede avalar que estemos la próxima semana o mañana mismo. Es la realidad de la existencia y por eso resalta el sentido de estas conmemoraciones: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir.”
Debemos llevar armonía con la muerte. Como dijo Machado, “no debemos temer a la muerte, porque cuando vivimos, no es, y cuando morimos, no somos.” Como alguien dijo: “Todos queremos ir al cielo, pero ninguno se quiere morir.” Recordando a Manrique: “Partimos cuando nacemos/andamos mientras vivimos/y allegamos al tiempo que fenecemos/ así que cuando morimos/ descansamos.”
Espero que cada uno, en la medida de sus posibilidades, goce del fiambre y de su significado. Que celebre la vida. “Todo pasa y todo queda/pero lo nuestro es pasar.”