Reflexiones Dominicales

Colaboración especial para compartir con los parroquianos y, de paso, con algún sacerdote que pueda sentirse inspirado para su prédica dominical.

post author

Primera lectura. Existe una aparente discrepancia entre lo escrito por Santiago en su Carta de este domingo y el mensaje de san Pablo escribe en Efesios. Un enfoque diferente que se repite en debates al día de hoy. Hasta dónde nos salvan las obras y hasta dónde nos salva la fe. Muchos cristianos han interpretado que la fe es suficiente recurso de salvación. En esa misma línea sostienen que “por gracia sois salvos por medio de la fe” (Ef. 2,8) y alrededor de esa creencia se han postulado muchas doctrinas que dan por suficiente el hecho de creer en Jesucristo. Según eso las obras son secundarias y no meritorias de salvación: “no por obras para que nadie se gloríe.” Por su parte Santiago hace ver que tener fe pero sin obras, dicha fe “está muerta por dentro”.  Con muy buen criterio Santiago cuestiona la buena disposición del que se limita a decir al desnudo o al hambriento “id en paz, abrigaos y saciados” pero no les da pan ni cobijo. ¿De qué sirve esa fe? ¿Qué pasará con el hambre del desvalido o el frío del descubierto?

Realmente no existe ninguna contradicción entre ambas citas o enfoques. Fe y obras se complementan en una perfecta sintonía. La caridad es, después de la adoración, el producto más privilegiado de la fe. La esencia de nuestra doctrina reza: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a tí mismo”. Bien resalta Santiago: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras y yo con mis obras te mostraré la fe.”

De san Pablo a Efesios debemos entender que “la gracia”, como es la venida de Cristo y la promesa de salvación, es un verdadero regalo, un don que Dios nos hace por su mera misericordia y amor a la humanidad. En esa gracia no hay trabajo u obra humana. Aquí sí vale afirmar que “no es por obras”. Debemos entender y agradecer esa revelación gratuita que el Padre nos ha enviado por medio de Jesús.

Ahora bien, una vez recibido el mensaje del Mesías, debemos actuar en consecuencia. Realizar obras de caridad y solidaridad con nuestros hermanos. Si no lo hacemos ¿de qué sirve tanta fe? “No todo el que me dice Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt, 7, 21). También debemos recordar que en el día del Juicio Final, en palabras del mismo Jesús: “Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme” (Mt, 25). En otras palabras “el pase” al gozo eterno son, sí, cabal, las obras de caridad.

Evangelio. Cuando empezamos una novela o vamos al cine seguimos el relato desde el principio y el buen manejo de la trama implica que no conocemos el final y nos va sorprendiendo cada etapa sucesiva. No va a tener el mismo enfoque quien va, desde el principio, siguiendo el desarrollo de los hechos que quien conoce cómo termina la obra. Pues bien, nosotros vemos el Evangelio sabiendo de antemano que Jesús es el Hijo de Dios. Tenemos una ventaja que no tenían sus discípulos. Para ellos cada revelación era nueva. Para ellos, judíos devotos, la venida del Mesías marcaría la plenitud de los tiempos, un enviado del Padre que habían anunciado los profetas y todos los judíos esperaban con ansia. En ese contexto les ha de haber parecido extraño a los discípulos que su jefe, un joven que hasta hace poco era un carpintero de Nazaret, confirmara, en palabras de Pedro que él era el esperado Mesías.

Por cierto que, Pedro, siempre impetuoso, increpó a Jesús cuando completó el mensaje diciendo que “el Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. Ese trago amargo no encuadraba en los planes de Pedro. De esa cuenta trató de disuadir al Maestro. Jesús lo rechazó: “¡Retírate, Satanás!”. No es que Pedro fuera el maligno, los Evangelios hay que entenderlos en su contexto, no literalmente; es que Pedro “pensaba como los hombres, no como Dios”.

Al final de esta lectura dominical aparece una expresión, más bien una interrogante, que se puede interpretar de muchas formas: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma? Recuerdo a un hermano marista, nuestro profesor, que solía repetir hasta la saciedad esa frase. En ese entonces lo de “perder su alma” lo entendíamos como irse al infierno. Veíamos al malvado que con sus malos manejos presumía de una buena vida pero al morir la gehena lo esperaba; acaso sonaban ecos de los pactos con el Diablo en los que se daba en prenda el alma. El mensaje era claro y simple: había que llevar una vida piadosa. Sin embargo, caben otras interpretaciones no tan escatológicas. Por lo mismo por “perder el alma” podemos entender perder el sosiego, la tranquilidad, las ganas de vivir. Vale por aquellos codiciosos que por generar más dinero dejan de lado las cosas simples, pero maravillosas: la vida en familia, de la meditación, de la adoración a Dios, el sacrificio y la oración. Vale también por aquellos que se dedican a traficar drogas y viven rodeados por diez guaruras pendientes que no lo vayan a matar o detener. ¡Clase de vida! Vale también por el arrepentimiento de aquellas madres que decidieron abortar la criatura que anidaba en su seno. ¡Vaya desasosiego! Vale por aquellos envidiosos que para afectar a un tercero inventan o propagan calumnias. Vale por los que han robado, especialmente aquellos gobernantes de pueblos desnutridos que no tienen empacho en enriquecerse ilícitamente. ¡Ay de vosotros!

Vale, en general, por aquellos que no entienden que el Reino de los Cielos se cobija en el corazón de cada persona. Que la renuncia de nosotros mismos y la entrega incondicional a Dios es la llave de la salvación. Que debemos destinar el espacio principal para Dios en vez que lo ocupen otros ídolos como las riquezas, la fama, los placeres, el lujo, el poder, etc. Allí no se encuentra la armonía. Sólo en la renuncia y en el amor. Debemos entender que tenemos que amar sin límites a las otras personas, especialmente de la familia, pero un amor que se debe canalizar por medio de Dios quien nos ha dado a esas personas.

Fortalezcámonos en la fe porque son muchos los espejismos que hacen “perder el alma”. Aprendamos que la vida se obtiene con la muerte de nosotros mismos.

Artículo anteriorExaltando la independencia de Guatemala
Artículo siguienteUSAC endurece control de acceso a parqueos para evitar uso indebido por terceros