Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

post author

Hace pocos días me preguntaron si podía dar mi opinión acerca de las diferencias de vivir en una ciudad moderna ―como la ciudad en donde vivo― y los pueblos pequeños, alejados de la modernidad y de aquellas cosas que a muchos pueden causar estrés sin que apenas se percaten de ello. Aunque en estos tiempos que suponen los albores de una nueva forma de vivir en la que la Inteligencia Artificial y los adelantos tecnológicos son ya tan comunes como sorprendentes, lo cierto es que ya ningún lugar pareciera escapar a los efectos de tales advenimientos producto del desarrollo humano.

Como escribió alguna vez un recordado poeta español: “todo depende del color del cristal con que se vea”. Vivir en una ciudad en la que todo ―o casi todo― se encuentra disponible, quizá sea una ventaja que sin duda apreciará quien haga de la vida citadina el punto de partida para su propio devenir cotidiano, sea por necesidad, por convicción, o porque ha sido su forma de vida desde su nacimiento y no ve en su horizonte otra forma de pasar los años de su existencia. Para quien ha nacido y vivido lejos del bullicio de los autos, las discotecas o los eventos masivos ―por citar algunos ejemplos―, la cuestión seguramente cobrará matices diferentes y circunstanciales.

Todo ello, no obstante, es preciso verlo también con los ojos de quien no solamente percibe las cosas como una cuestión basada en lo ideal, sino en lo real ―si acaso ello es posible, dadas las múltiples percepciones de lo real, algo que puede llegar a constituirse en un asunto muy subjetivo, ciertamente―. Adicionalmente, el romanticismo con que muchos seres humanos vemos las cosas cotidianas de la vida en un momento dado, también contribuye con su granito de arena al dilema de tener que decidir entre una u otra opción.

El sol sale cada mañana ―y es el mismo― en los pueblos pequeños o caseríos alejados del bullicio; o en una gran ciudad en las que muchas veces asumimos erróneamente que por ese simple hecho ya lo tenemos todo. Las necesidades de unos, no son las mismas necesidades de otros; los deseos de unos, no son los mismos deseos de otros; las posibilidades de unos, no son las mismas posibilidades de otros; las historias de unos, no son las mismas historias de otros…

Artículo anteriorQuetzaltenango hacia el futuro: Parte 1
Artículo siguienteLos motoristas peligrosos