Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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«Y aunque la tierra concede sus bienes con la mayor abundancia, no permite que se recojan sin esfuerzo, sino que acostumbra a los hombres a soportar los fríos del invierno y los calores del verano».
Jenofonte

En mi niñez tuve la oportunidad de relacionarme con campesinos de esos que parecían reales. Los que visitaban poco la ciudad por sentirla ajena o por advertirla al margen de su estilo de vida. De ellos se aprende porque encarnan valores tal vez arcaicos en un mundo cuya mutación es constante.

Entre tantas cualidades a menudo he admirado en ellos el don de la espera. Porque sin prisa, saben dar tiempo a sus empresas. Reconocen que no por madrugar, la naturaleza dará sus frutos según caprichos externos. La respetan porque conocen su sistema, la lógica de una estructura que cumple sin alejarse de sus exigencias.

De ese modo, luego del trabajo fatigoso por el que aran la tierra y tiran la cimiente, esperan el cumplimiento de sus ciclos. Operan en general desde una filosofía básica que dicta que los efectos derivan de sus causas. Por ello, no piden milagros cuando no es necesario. Advierten que la vida ya es un don ofrecido a ellos en donde cabe solo trabajar.

Esa conciencia les permite un sueño que repara cuando su cuerpo está cansado. Sin que su mente perciba un efecto distinto. En esto contribuye también la sensibilidad que prioriza lo importante, simplificando una existencia llena de irregularidades que agota por lo juzgado estéril. Esa simplicidad (que no simpleza) le abre a la trascendencia desde un gusto por lo que parece menor.

Esperar es solo una de las virtudes capitales del campesino. Lo hace desde una fe más bien inmanente, terrena o secular. Quiero decir, confía en el milagro de sus manos y en la fecundidad de su sudor. Y así también en sus relaciones cotidianas en las que no exige ni apura. Como en la siembra, es consciente que los frutos llegan puntuales porque no hay impunidad tampoco en el espíritu humano.

Tendríamos que imitar el carácter de los que son del campo, excluyendo el romanticismo. Conformar nuestras vidas al margen de los vicios urbanos, esos por los que pedimos, por ejemplo, conversiones apresuradas. Crecimientos forzados a base de recursos sin garantías en el tiempo. La espera que evita la violencia es una forma de empatía, pero sobre todo, el amor que respeta la autonomía de las personas que nos son queridas.

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