Con lo recientemente ocurrido en Venezuela, se vuelve a poner en la carpeta de discusión el tema de la relación entre procesos de transformación social impulsados por las izquierdas en América Latina y el rol de los liderazgos que los encabezan.
Hay tres temas que me interesa resaltar al respecto.
En primer lugar, la posición de las derechas en el continente latinoamericano que reiteradamente intentan deslegitimar cualquier proceso electoral que favorezca opciones políticas que buscan transformaciones estructurales.
En segundo lugar, la capacidad adictiva que tiene el poder político para los dirigentes.
En tercer lugar, cierta incapacidad de los proyectos políticos de transformación estructural para garantizar la continuidad de estos sin ligarla, necesariamente, a la permanencia de los liderazgos que inicialmente la impulsaron.
Para las derechas, cualquier triunfo electoral de las fuerzas progresistas es ilegítimo. Lo explican siempre como una manipulación del voto ciudadano a través de un populismo que simplemente ofrece lo que la gente quiere sin pensar en la viabilidad y factibilidad de satisfacer las pretensiones populares. Y por eso descalifican a los liderazgos progresistas con el adjetivo de “populistas”.
Y cuando se logra que un gobierno de tal orientación ideológica llegue al poder, se produce una concertación regional de las derechas, con frecuente participación de los Estados Unidos, para desestabilizarlo, particularmente mediante acciones mediáticas y de incidencia negativa en la economía. A esta mancuerna de acciones se ha sumado recientemente la guerra judicial para defenestrarlos.
Sin embargo, sin desconocer la esencialidad de lo referido en el anterior párrafo, para explicar el tema que abordo también son reiterados los ejemplos de una especie de “adicción al poder político” por parte de muchos liderazgos progresistas, hasta el punto de considerar su indispensabilidad para la continuidad del proyecto transformador. Es así como se construye un caciquismo que entorpece la necesidad de transferir la estafeta a nuevos liderazgos. Estos dirigentes resisten la posibilidad de su recambio.
Y ese es el punto esencial que, a mi juicio, explica ese caciquismo alienante. No podemos negar el rol de las personalidades en los procesos políticos. Tampoco el carisma de determinados personajes que provoca una cohesión social alrededor de su gestión. Pero esta cualidad debe ser aprovechada en términos positivos, entendiendo por tal la capacidad del dirigente para construir una correlación de fuerzas sociales donde los actores que se identifican con las transformaciones impulsadas las hagan suya y luchen por su continuidad y profundización.
Me parece que en la dirección referida debería estar el análisis de este fenómeno de los liderazgos progresistas para aprovechar al máximo sus cualidades carismáticas, al mismo tiempo que impulsan el recambio necesario para que la continuidad se consolide sin su presencia en los cargos.
A las izquierdas revolucionarias latinoamericanas les ha costado entender que el fenómeno de Fidel en Cuba fue una excepcionalidad histórica, difícilmente repetible e indeseable en nuestra realidad contemporánea.
Para aterrizar en este análisis valdría la pena considerar comparativamente cinco ejemplos de estos liderazgos: Petro en Colombia, Lula en Brasil, Mujica en Uruguay, AMLO en México y Maduro en Venezuela.