En reiteradas ocasiones he escuchado el término “normal” para referirse a situaciones diversas de la vida cotidiana. Y en más de alguna ocasión, seguramente, todos los seres humanos nos hemos preguntado qué es normal y qué no lo es. La respuesta que obtendremos a tal cuestionamiento dependerá, sin duda, de los parámetros de comparación que utilicemos para dilucidar la cuestión: lo normal para unos, puede no serlo para otros.
En tal sentido, hay cosas que no necesitan mucha comparación. Es más, suele decirse que las comparaciones resultan odiosas las más de las veces, pero en ciertos casos, tal ejercicio resulta funcional para la obtención de una respuesta determinada que, quizá, no sea precisamente la que esperamos.
“Es normal que siempre lleguemos a tarde a las citas”, me dijo alguien con quien conversaba al respecto. Y lo cierto es que no podría estar más alejado de la verdad con su aseveración. Llegar siempre tarde a las citas quizá parezca un asunto trivial, sin importancia, al grado de considerar que tal falta de respeto es un asunto normal, sobre todo tomando en consideración que el tiempo de los demás no es de nuestra propiedad, y, por lo tanto, no podemos disponer de él a nuestro antojo.
Lo mismo ocurre (por ejemplo) cuando por resignación asumimos que la delincuencia, el hambre de un niño desconocido o la ineptitud de algún funcionario público son cuestiones normales. Todo ello puede ciertamente ser común, pero lo común no necesariamente es un asunto normal, aunque resulte una cuestión reiterada y evidente.
La normalidad -o anormalidad, según sea el caso- es mucho más que un simple estado de ánimo o una apreciación hecha a la ligera. “Es preciso ir más allá y determinar ciertos factores en el marco de la ciencia”, dirán probablemente los entendidos en la materia, y quizá así sea. Pero valga decir que lo común, reiterado o simplemente cotidiano, no necesariamente es normal, pero, como ya se adelantaba: lo normal para unos, puede no serlo para otros.