Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Si la actual vicepresidenta de Estados Unidos llega a ser la “ungida” del partido demócrata para la elección de noviembre próximo y si por azares de la política –  aunque las encuestas dan por seguro el triunfo de Trump –  resultase triunfadora  –  una hipótesis arriesgada pero cuyo planteamiento es válido –  es : ¿Qué cabría esperar de ella? o  ¿Qué cabría esperar de los republicanos? Por supuesto, no nos referimos a los posibles cambios en materia de política interior (el medicare, la cuestión del aborto, aumento o disminución de impuestos para los ricos, énfasis o rechazo a políticas de género, endurecimiento – o no –  de las políticas contra la migración irregular, etc.) porque en estos países de la periferia capitalista lo que nos interesa es aquello que tiene que ver con la política exterior del gigante del norte. De modo que, exceptuando el énfasis que pongan (o no) demócratas o republicanos en la cuestión migratoria – que para Guatemala es crucial, una noticia en Prensa Libre decía ayer que unos 3.2 millones de trabajadores migrantes guatemaltecos en Estados Unidos ya hicieron llegar al país en este primer semestre del año unos 10,000 millones de dólares, que para fin de año serán unos 20,000 millones equivalentes a  un 20% de la economía nacional –  lo que importa es lo externo, no lo interno. Y, para tranquilidad de la administración Arévalo (e intranquilidad de sus enemigos enquistados en el MP, en el Organismo Judicial y en el Congreso) es evidente que la política exterior estadounidense, dado su carácter estructural (sus tres grandes objetivos geoestratégicos están en China y el extremo oriente, la guerra en Ucrania –  provocada por Washington para desestabilizar  a Rusia  sobreextendiéndola y fragmentándola como dice un célebre informe de la Rand Corporation del 2019 – y en el Medio Oriente)  es bipartidista, de manera que,  en lo concerniente al resto del planeta,  dicha política es manejada sin mayores cambios por  el Departamento de Estado y por los organismos de inteligencia.  

Pero como lo que se encuentra en juego hoy en día a escala mundial es el mantenimiento o no de esa pretendida hegemonía norteamericana u “occidental” cabría hacer referencia a los análisis de académicos conocedores de esta problemática,  motivo por el cual nos  proponemos iniciar comentarios sobre un libro publicado este año por  Emmanuel Todd que lleva por título “La Derrota de Occidente”. Este distinguido científico  social francés publicó allá por fines de los años 70 un libro que llevaba por nombre “La caída final. Ensayo sobre la descomposición del sistema soviético” y a principios de siglo (2002) “Después del Imperio. Ensayo sobre la descomposición del sistema americano” o sea que nuestro personaje tiene antecedentes sólidos como para hacer pronósticos sobre lo que él llama en su último libro “la derrota de occidente”.

Una primera cuestión que debemos plantearnos entonces es ¿de qué habla Todd cuando se refiere a “Occidente”? Como cabe recordar, ya desde la década de los noventa la célebre controversia entre un destacado pensador americano de origen japonés (Francis Fukuyama) y otro americano de “pura cepa” (Samuel Huntington) opuso las ideas acerca del “fin de la historia”  y el triunfo de las democracias liberales sobre el comunismo con aquellas que veían venir un choque de civilizaciones.  Todo parece indicar que los acontecimientos históricos de estas últimas décadas han demostrado que fue Huntington quien tuvo razón cuando dijo que el mundo estaba a las puertas de esa confrontación civilizacional (de las civilizaciones occidental, musulmana, china, japonesa, de la rusa cristiano-ortodoxa, africana o india y, por cierto, la civilización latinoamericana pues Huntington nos veía como una civilización “desgarrada” entre nuestros ancestros indígenas y europeos y nunca fuimos   parte de la “civilización occidental”) pues el choque entre ciertos grupos de un  islam radical y fanatizado (Bin Laden y adláteres)  que llevó a Estados Unidos a  su “guerra contra el terrorismo”  y a  las invasiones de Afganistán en el 2001, Irak en el 2003, una interminable confrontación con un Irán decidido a dotarse de armamento nuclear, a las  guerras intestinas de Siria y del Yemen, a la espantosa guerra interna de un Israel decidido a  acabar de una vez por todas, así sea con acciones claramente genocidas, con el “problema palestino” y con  Hamás, etc.   todo parece indicar que era Huntington quien tenía razón, no Fukuyama. 

De modo que, volviendo a Todd, hay que decir que para él habrían no uno solo sino en realidad “dos occidentes”. Uno de ellos y sin duda alguna el principal sería el liberal constituido por Estados Unidos, Francia y la Gran Bretaña junto a  otro “occidente secundario” que se extendería desde el “protectorado japonés” hasta Alemania e Italia, los y que son países – agregamos de nuestra parte – que habiendo sido derrotados en la Segunda Guerra Mundial carecen de armas nucleares y no son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. De manera que el “club selecto” de países occidentales se conforma por la Inglaterra de la “gloriosa revolución” de Cromwell de 1688, por la declaración de independencia americana de 1776 y, por supuesto, por la Revolución Francesa de 1789, acontecimientos históricos fundamentales de este Occidente en sentido estrecho, pero liberal y fundador. 

Sin embargo, el  Occidente dual,  en sentido amplio incluye también ahora  a italianos, alemanes, y japoneses que fueron fascistas, nazis y militaristas durante buena parte del siglo pasado pero que ahora puede pertenecer a esa esfera más amplia porque han cambiado y se han reconvertido a la “democracia liberal”. Entonces – se pregunta Todd – por qué ese cambio que se acepta para los autoritarismos  derrotados en la Segunda Guerra Mundial no  se quiere aceptar también para una Rusia a la que los occidentales continúan viendo encerrada en una especie de “eternidad despótica oscilante entre la autocracia zarista y el totalitarismo estaliniano” de modo que cuando no es “comparado con el demonio” Putin es visto como un nuevo Stalin o como un nuevo Zar. Esto es ver la paja en el ojo ajeno negándose a aceptar la viga en el propio ya que si aplicamos a este “Occidente en sentido amplio” los mismos criterios “antihistóricos” que niegan a Rusia la capacidad de evolucionar descubriríamos que Occidente está “muy alejado de la imagen que se hace actualmente de sí mismo”  pues es  portador, en mayor o menor grado, de una violencia que le llega no directamente del fascismo, del nazismo o del militarismo pero si de un elemento cultural que animaría eternamente la historia italiana, alemana y japonesa y que se puede ubicar en las estructuras familiares de estos países (no por casualidad con tropas americanas  permanentemente estacionadas en sus respectivos territorios, del orden de los 50,000 soldados tanto en Alemania como en Japón, dicho sea de paso) pues habrían – según Todd –   elementos de continuidad en sus historias nacionales que se encuentran demográficamente vinculados con el autoritarismo (o el comunitarismo) de sus cepas familiares,  aunque es evidente que ni la Italia,  la Alemania o el Japón de la actualidad ya no son las de Mussolini, Hitler o Hirohito.  Algo que nos debería llevar también a aceptar que la Rusia actual tampoco es lo que fue la Rusia de los zares o de los comunistas como veremos en nuestros siguientes artículos.   

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