Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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El fallecimiento de un miembro de la familia siempre la disloca (emocional o económicamente) en especial cuando es una de las cabezas que desaparecen para siempre.

En “Mientras yo agonizo” –que he comenzado a comentar- es la muerte de la madre la que motiva el trepidante narrar de William Faulkner. Addie Bundren agoniza, uno de sus hijos confecciona la caja mortuoria, la única hija la cuida con un celo vesánico y avasallador. Los demás hijos esperan el momento con odio y amor y el marido ve la ocasión como propicia para comprar sus dientes postizos en la lejana Jefferson donde ha de ser sepultada.

Los dialécticos contrastes aparecen en borbotón en esta novela: Incontenibles, inexplicables, absurdos, dadaístas, ilógicos, psicoanalíticos, oníricos en plena vigilia.

Absurdos porque el hijo predilecto de Addie (el retador y agresivo Jewel) la odia en vez de amarla con la locura con que la quiere Darl a quien siempre ella vio con indiferencia. El hijo amado la rechaza y el rechazado la ama. Aquí entra Faulkner a analizar no tanto el amor cuanto la dependencia. Porque la dependencia y el amor se funden y confunden. Lo simbiótico y amoroso a veces son sólo cuestión de grado y no de calidad.  

Anse –el viejo esposo- ya no siente amor por Addie sino solamente la acompaña con un sentimiento inmenso del deber y la lleva a enterrar a la lejana Jefferson (aun cuando se pudre por el periplo de casi una semana) porque así se lo prometió a la agonizante. Pues Addie no quiere ser sepultada en el pueblo del marido sino en el de sus viejos padres. Anse se sienta a comer a los pocos minutos de que Addie expira con una tranquilidad que pasma y con un hambre que da envidia.

El hogar se desquicia y las pasiones brotan sin lastre motivadas por los agónicos estertores de Addie y su próxima muerte. Cada quien hace un análisis de lo que ha sido su familia y su hogar a lo largo de 20 o 30 años. Cada uno de los personajes tiene la oportunidad perspectivista de tomar la palabra y decir cómo ve cada uno de los hermanos a su padre y a su madre. Desde luego, un lector tradicional, puritano, mojigato, hipócrita, sepulcro blanqueado y disimulador dirá que la familia de Addie y Anse Bunden son un asco y que gracias a Dios debe haber muy pocas así en el mundo porque si no el planeta estaría podrido. Pero la verdad es que el planeta está “podrido”. Porque familias como las de Anse y Addie Brunden no son la excepción sino la regla. La regla hedionda pero profundamente humana en cuyo seno hemos nacido, hemos sido criados y moriremos con rencor y amor para nuestro bien o nuestro mal.

La muerte de la madre desata lo que ha sido atado por años por temor a ofender, a no ser suficientemente “buenos” tal y como esperan “los otros” que seamos. En “mientras yo agonizo” la gente es tal cual  es. No como se espera que sea. Es el infierno descarnado. No el infierno lleno de fingimientos a que estamos acostumbrados. Infierno donde se dice querer cuando se odia y, cuando se quiere, se disimula y se contiene para ser elegante.

Una agonía familiar, sus antecedentes y perspectivas siempre marcan un hito en la vida de una familia. Nadie ni nada quedará como fue y todo será trastrocado por la presencia de la huida y del viaje del que muere. Pueden pasar muchas cosas. Que empecemos a odiar lo que creímos amar o que comencemos a amar lo que creímos odiar. Porque ante la muerte las máscaras caen y los antifaces vuelan unas veces tumbados por la indiferencia, por la falta de caridad, por el deseo de poseer y acaparar, por las posibles herencias o por las intrigas que se tejen alrededor del que agoniza.

La muerte cuando viene no llega sola. Deja muchos recuerdos, impregna de malos olores y su hedionda figura permanece muchos días hasta que el perdón la va disipando poco a poco.

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