Emmanuel Todd predijo en 1976 en su libro La Chute Finale la caída del imperio soviético y en el 2004 con otro libro (“Después del Imperio. Ensayo sobre la descomposición del sistema americano”) el conocido académico francés pronosticaba (para el 2050, eso sí) el fin del imperio americano, de modo que es posible que tenga razón nuestro buen amigo Lionel Toriello que hace poco cerraba su columna diciendo que «tenemos imperio para rato”. Aunque en otro artículo de esta semana sobre “El gran drama de la nueva Roma” alude al gerontocrático sistema bipartidista norteamericano como algo que, de no reformarse, podría iniciar una “debacle civilizacional” –siguiendo a la historiadora Ariel Durant– y que es algo que ha sido reiterado nuevamente por Todd en un libro publicado este año 2024 sobre “La Derrota de Occidente”. En todo caso, traemos esto a cuento porque la impresión generalizada que dejó el “debate” del jueves de la semana pasada entre los dos candidatos presidenciales es que el imperio americano (no la república que debería adaptarse al nuevo orden mundial) se encuentra está en decadencia pues –entre otras cosas como la creciente drogadicción o las matanzas de jóvenes en las escuelas secundarias– el sistema bipartidista ni siquiera ha sido capaz de encontrar candidatos que se encuentren a la altura de los desafíos del siglo, tanto en política interna como en el ámbito internacional. Dos personas de avanzada edad (Trump tiene 78 años y Biden 81) que no parecen ser las más apropiadas para ocupar la presidencia de la nación más poderosa del mundo en una época en que les toca lidiar con las potencias del nuevo orden multipolar –las cuales, por cierto, no disputan hegemonía alguna a Estados Unidos, como erróneamente piensan en occidente– Washington haría bien en tratar de entender que la reestructuración del sistema internacional es lo más conveniente para mantener la paz tanto si lo vemos desde el punto de vista de un clásico equilibrio de poderes como si lo analizamos desde el ángulo de una geoeconomía opuesta a la geopolítica clásica –la disputa por los territorios que preconizaba Mackinder – y que en la actualidad es absolutamente anacrónica, salvo en Israel por razones evidentes.
Por consiguiente, que potencias como Turquía o Rusia, China, la India, Irán, Brasil, Arabia Saudita o Sudáfrica (los BRICS) hayan hecho su irrupción con fuerza en el escenario internacional no significa que le disputen territorios o mercados a EE. UU. y menos aún que busquen la implantación de un sistema político antidemocrático. Y nótese que en este orden multipolar no mencionamos a una Unión Europea que –al menos en teoría– tendría derecho a un lugar en ese nuevo sistema pluricéntrico cuya dirigencia ha optado obsecuentemente por obedecer a Washington. Hecho por el cual ya están pagando las consecuencias personajes como Emmanuel Macron en Francia (que si no cohabita con el RN de Marine Le Pen tendrá que hacerlo con el FP de Melanchon, veremos cuales son los resultados de la segunda vuelta electoral la semana próxima) y fenómeno que está teniendo incidencia en otros países como Gran Bretaña en donde las encuestas prevén el triunfo electoral de los laboristas mientras que en Alemania el AfD podría llevar a implosión de una coalición de socialistas, liberales, demócrata-cristianos y verdes vergonzosamente supeditados a la Casa Blanca.
Pero, volviendo al análisis del “debate” Biden-Trump, según parece fueron los propios demócratas quienes pidieron realizar algo a todas luces prematuro (aún no se celebran las respectivas convenciones partidarias) y el hecho que se llevara a cabo en Atlanta, la sede de CNN –cadena noticiosa que no oculta sus simpatías por los demócratas al igual que Fox News usualmente se alinea con los republicanos ha hecho surgir la duda de si no deberíamos preguntarnos– dada la lamentable performance de un Joe Biden que fue visto con demasiadas limitaciones e incoherencias en sus respuestas frente a un oponente que hacía gala de su habitual histrionismo junto a una insolente prepotencia –si tal espectáculo no fue montado intencionalmente con el propósito que Biden cobrara consciencia de renunciar en favor de alguien mejor capacitado para enfrentar al troglodita de los republicanos. Sea como fuere la cosa, nos interesa comentar las mentiras de Trump más que las vacilaciones o respuestas erróneas de Biden (que las tuvo, como citar el artículo 5 del Tratado de la OTAN para justificar lo que sería una potencial respuesta de Estados Unidos ante cualquier (hipotética) agresión rusa a la OTAN, cuando lo que los entrevistadores de CNN preguntaban era que podría responder la Casa Blanca ante los puntos de negociación presentados por Putin para terminar con la guerra en Ucrania: aceptar tanto las anexiones territoriales efectuada por Moscú como la neutralidad de Kiev. Este error de Biden dio lugar a que Trump se lanzara en una arremetida que, no por impertinente, fue menos efectiva para inclinar la balanza en su favor, cuando dijo a voz en cuello “¡si yo hubiese sido presidente Putin no se hubiese atrevido a atacar a Ucrania!” y “¡si quieren ir a una tercera guerra mundial voten por Biden!” dejando terriblemente malparado a éste último, y no sólo en sentido figurado, porque la imagen que veíamos en las pantallas era la de un anciano desubicado e incapaz de responder de manera adecuada a un contrincante, que además, se dio el lujo de increparle por no permitir que Netanyahu “terminara su trabajo” (¿el genocidio? ) en Gaza. Tampoco Trump quiso responder los cuestionamientos sobre el papel que jugó en el ataque de sus huestes al Capitolio en enero del 2021. Algo que ahora que la Corte Suprema –en un fallo lamentable que se parece a los de la CC de nuestro país– ha otorgado inmunidad permanente a los presidentes por delitos cometidos en el ejercicio de su cargo, algo que favorece la impunidad de Trump.
Pero vamos a las más grotescas mentiras que dijo Trump en el show que comentamos. Cuando ambos candidatos fueron interrogados acerca de lo que serían sus políticas migratorias no hubo respuesta. Biden dijo generalidades acusando a su oponente de mentiroso mientras que Trump se limitó a decir que cuando él fue presidente “cerró las fronteras” mientras que su sucesor las abrió y que por eso los Estados Unidos estaban de nuevo “invadidos” por esas masas de “delincuentes, terroristas, hordas de criminales escapados de las prisiones, narcotraficantes” y demás retahíla de sus habituales insultos destinados a promover la euforia de sus simpatizantes como ocurrió con sus respuestas acerca del delito por el que fue condenado por un jurado en Nueva York: “tanto el fiscal como el juez eran demócratas” dijo, a sabiendas que sus seguidores aceptarán todo lo que diga su líder acríticamente, porque es así como funciona el populismo. Obviamente, la gente sabe en Estados Unidos que decir que los migrantes son criminales es falso porque – todas las proporciones guardadas – es como si aquí en Guatemala algún político inescrupuloso y populista despotricara contra los migrantes del interior del país acusándolos de ser delincuentes cuando todos sabemos que si no fuera por ellos no tendríamos servicios domésticos, jardineros, limpiadores de automóviles y vigilantes en nuestras amuralladas colonias de clase media, ya no digamos en La Cañada o en los edificios de las zonas 10, 14 o 15. Y careceríamos además de obreros de la construcción, maquilas y servicios de toda clase, desde quienes nos atienden en restaurantes, supermercados o talleres de mecánica hasta muchos de los servidores públicos en hospitales, policías y un largo etcétera.
Es a ese tipo de trabajos que no quieren desempeñar los americanos WASP (withe anglosaxon and protestant ) a los que se dedica la gente que se desplaza atraída por los mejores salarios, tanto quienes llegan del sur global como los cerca de 4 millones de guatemaltecos que con sus remesas (cerca de veinte mil millones de dólares anuales mucho más que la suma de todas nuestras exportaciones y cerca del 25% del PIB) mantienen estable la economía nacional y quienes, lejos de ser criminales, están expuestos –ellos sí– a ser víctimas del crimen organizado local que los somete a toda clase de vejámenes, explotación, y hasta esclavización de facto precisamente por su condición de migrantes irregulares carentes de papeles y de toda protección pública. Aunque estas violaciones a los derechos humanos de los migrantes han sido ampliamente documentadas tanto por estudios académicos como en películas y series televisivas (ahora mismo hay una serie austríaca en Netflix que lleva por nombre “La señora de los muertos”, Toten Frau) y en la literatura, nos gustaría recomendar un par de novelas publicadas por esa gran escritora que es Isabel Allende, a quien –suponemos– aún no le dan el Premio Nobel muy probablemente porque exponer casos de violencia contra migrantes no entusiasma a los jurados escandinavos. Hay que leer libros como “Después del invierno” sobre un caso atroz sufrido por migrantes guatemaltecos en Nueva York así como su novela más reciente “El viento conoce mi nombre” en el que Allende relata la masacre salvadoreña de El Mozote en los años 70 y las condiciones laborales de los migrantes en California después de comparar la persecución de los migrantes del vecino país con la de los judíos a raíz del ataque nazi durante la kristalnacht en Viena. Lo anterior aparte de la múltiples obras en las que la escritora ha mencionado el golpe de Pinochet como marco de sus narrativa literaria, como podemos constatar en La Casa de los Espíritus y muchas otras. De manera que podemos decir que la ceguera ideológica-racista que la extrema derecha norteamericana utiliza para rechazar trabajadores que se necesitan (porque la población blanca disminuye) es otro síntoma de la decadencia imperial, al igual que lo fue el racismo de los nazis contra judíos, gitanos y otros pueblos considerados como pertenecientes a las “razas inferiores” de la raza aria.
Recordemos finalmente que los romanos lograron atajar por un tiempo su declive imperial otorgando ciudadanía a los pueblos sojuzgados en la cuenca del Mediterráneo (esa es la razón por la cual todavía se enseña derecho romano en las facultades de derecho), pero dudamos que un futuro “Emperador Trump” (o los mismos demócratas si resultan electos de nuevo) puedan optar por ese tipo de soluciones. En cuanto a la Atenas de la antigüedad ya sabemos que la Liga de Delos cansada de las exacciones y la brutalidad de los “democráticos atenienses” terminaron por apoyar a Esparta. En su libro del 2004 Todd dice que “…así terminó el imperio ateniense destruido por los griegos y no por los persas. Sería irónico ver en los años que vienen a Rusia jugando el papel de Esparta, ciudad oligárquica llamada a defender la libertad, después de que (Rusia) jugara el papel de Persia, imperio multiétnico que amenazaba a todas las naciones. Ninguna comparación debería ser llevada demasiado lejos porque el mundo de hoy es demasiado vasto y complejo para autorizar una nueva guerra del Peloponeso. Simplemente porque Estados Unidos carece de los medios económicos, militares o ideológicos para impedir a sus aliados europeos y japoneses de retomar su libertad si así lo desean” (p.193, traducción libre del francés). Sin embargo, lo que no pudo ver con exactitud Emmanuel Todd hace veinte años fue que serían las naciones euroasiáticas, no los europeos y japoneses quienes terminarían alineándose con una Rusia que nunca debió ser atacada por Occidente repitiendo los errores (y horrores) de Napoleón y de Hitler. Eso es lo que ahora corrige Todd en La Défaite de l’Occident a cuyo comentario dedicaremos nuestros próximos artículos.