Cuando se inició el período democrático, la discusión económica ya se venía dando en otras latitudes latinoamericanas, aunque con resultados diferentes. Sin embargo, cuando Guatemala inicia su entrada a la democracia, lo hace con lastres muy pesados. Uno de ellos, el poder exorbitante que el Ejército había obtenido durante su pésima gestión de gobiernos de facto. El otro, era el poder de las élites económicas que mantenían el control del Estado para lo cual permitieron que miembros prominentes de las fuerzas armadas se enriquecieran a cambio de evitar que la guerrilla avanzara.
Sin embargo, el debate económico por aquellos días privilegiaba la implantación de un modelo económico que descansara en el denominado Consenso de Washington, impulsado por un economista de apellido Robinson y quien planteaba un conjunto de elementos que deberían de aplicarse en los países para rescatar las economías que se encontraban en crisis por excesos fiscales y déficit abultados.
El modelo económico se aplicó con rigurosidad. Se redujo el déficit fiscal, se desreguló la creación de bancos, se abatió la tasa de inflación, se buscaron reducir las tasas de interés, se permitió la devaluación controlada del tipo de cambio, a lo cual se sumó el ajuste estructural que significó la privatización de servicios públicos tales como salud, educación, telecomunicaciones –así fue como crecieron diferentes instituciones educativas privadas e igualmente se llegó a la venta de Guatel de una forma amañada y además se cerraron instituciones públicas.
El modelo apuntaba a recrear condiciones para la competencia perfecta, pero en el caso de Guatemala esto no fue así. Contrariamente a lo esperado, la competencia nunca llegó a ser una realidad, se generó una concentración de empresas, se recrearon oligopolios que hoy todavía persisten, se acentuó el poder de los monopolios y los servicios privatizados nunca llegaron a generar un ambiente de competencia en el cual los precios o tarifas bajaran.
Sin embargo, hubo un elemento que cambió drásticamente la realidad económica del país y que, seguramente, hoy nos tiene en esta “no modernidad”, el Estado y sus organismos se convirtieron en los centros de negocios por parte de empresas en connivencia con funcionarios, diputados, alcaldes, jueces, fiscales y toda una variopinta muestra de personas que trabajando en el Estado se dedicaron a esquilmar los recursos del presupuesto, convirtiéndolo en un festín para enriquecer a tirios y troyanos.
Esta condición nos ha hecho enorme daño, pues la corrupción se convirtió en el “eje de la economía”, con lo cual el ilícito de todo tipo se entronizó en el país y capturó al Estado, para convertir a las instituciones en eslabones de una cadena de corrupción que se dedicaba a recrear a nuevos millonarios cada cuatro años.
El modelo siguió su tortuoso camino. Hoy los funcionarios del Banco de Guatemala, nos siguen diciendo lo mismo, “la macroeconomía es estable, es un lujo para Guatemala en el contexto internacional”, pero cómo se pretende modernizar un país con un crecimiento exiguo del PIB del 3.5% en promedio de los últimos años, en donde los servicios son la actividad económica principal, en donde las exportaciones siguen dando tumbos de pocas alzas, pero con caídas prolongadas.
Cómo pretenden seguir bajo un modelo económico que excluye a todas las personas vulnerables, mientras las instituciones de servicio sufren precariedades para prestar sus servicios como salud y educación.
El momento calamitoso del país demanda cambios, transformaciones profundas, reformas que generen más inversiones. La oportunidad de nuevos rumbos que plantea el actual régimen hay que aprovecharla, pero también demanda un debate más amplio de un modelo económico que apunte al futuro, de seguir con el que estamos no vamos a ninguna parte.