Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

post author

Voy a hablar por mí.  Me siento un poco agotado de tanto emitir una opinión para todo, y de suponer que tengo solución para los problemas del mundo.  Cada vez me cansa más de mí, sentirme en el ánimo de criticar a gobernantes, funcionarios, empresarios, activistas, jefes, padres, adolescentes, colegas y demás; planteándome como la quintaesencia de la genialidad en todos los temas.  Me veo opinando y recuerdo vívidamente la imagen de un niño caminando en los zapatos de su padre, fingiendo ser adulto.

Tiendo a ser un opinante, un opinador.  Y aunque el término opinología no es más que un neologismo, podría entenderla como la encargada del estudio de la opinión, y por extensión de todos aquellos que emiten una, y comentan sobre cualquier cosa en los medios a su alcance.  Desgraciadamente se autodenominan opinólogos quienes comentan y emiten opiniones en los medios de comunicación masivos.  La opinología “es mal que anda”, opinaría mi abuelita.

No es lo mismo ser un opinador capaz de abundar en un tema específico, que ser un opinólogo todólogo y sabelotodo, que se pasea plácidamente por cualquier tema.  Hay gente locuaz que tiene habilidad para discurrir superficialmente sobre las cosas y que incluso llega a ser convincente.  Y ocurre, que muchos de los que escuchan o leen lo que estas personas dicen, dan por válidos los contenidos porque también son superficiales en su anhelo por entender.

Por poner un ejemplo: yo mismo puedo sentarme frente a un televisor a ver un noticiero que ofrezca cincuenta noticias; y soy capaz de opinar sin miramientos sobre cada una de ellas.  Claro que puedo hacerlo apelando a la libre expresión del pensamiento; es decir que yo como cualquiera puedo decir lo que quiera.

Tener méritos académicos puede ser un criterio válido para emitir alguna opinión sobre algo que cubran esos méritos; aunque eso dejaría al margen a mucha gente -la mayoría- que quiere opinar.  También podría contar entonces como válido, el tener alguna experiencia en el área sobre la que se opina.  Pero lo que no puede ser válido es que prevalezca el concepto unipersonal y unilateral de lo que a uno le parece y lo que no.

Tener un poco de información no me autoriza a pronunciarme como autoridad.  Tampoco el haber leído algo del asunto temprano en la mañana.  Mucho menos utilizar información sesgada que pudiera provenir de alguna vía maliciosa.  Interpretar a mi gusto y con subjetividad, me implica tener que cargar con un arsenal de sofismas, es decir, argumentos no válidos que parecen ser verdad.  La conclusión de todo esto es que una opinión de ninguna manera puede ser considerada como un hecho.

Que consciente o inconscientemente he llevado agua a mi molino, es algo que tengo bien sabido.  Siendo sincero, sé que es fácil que yo me adhiera a intereses, preceptos, creencias, principios, valores, dogmas y prejuicios, y hasta a perversiones algunas veces.

En mi caso, no está de más entender que hay temas que me apasionaron y me hicieron irme de boca sin reflexionar y con esforzado entusiasmo.  Y si etimológicamente el entusiasmo significa tener un Dios mitológico dentro de uno mismo, es fácil comprender que yo pueda actuar como un poseído, y que caiga fácilmente en una pasión inconsecuente y hasta perniciosa.

Me he visto en diálogos así: “El asunto es muy claro porque a, b y c…” dice uno.  Pero otro replica diciendo: “Si bien es cierto que a, b y c dicen eso, el asunto es todo lo contrario, y eso queda muy claro porque d, e y f…”  Tanta claridad y no se aclara nada.  Lo esencial de esto es que ambos hablando de lo mismo logran algo opuesto.  Todos tenemos un punto de vista, y es posible que todos estemos equivocados; y que los temas terminen en un manoseo insalubre que más confunda que dar luz.  Con una mejor actitud, la conducta humana debería ir en busca de aclarar las confusiones, y no de confundir más.

Aun así, y si de algo sirve, voy a seguir dando mi opinión con la precaución de cuidar mis juicios; y cuando los diga, trataré de aceptar que solamente estoy hablando por mí, como ahora que escribo este texto.  Debo aprender a ser mi propio freno para controlar mis impulsos por la tendencia a querer imponer lo que pienso, y la consciencia de que eso tiene mucho que ver con lo que siento.  Con el tiempo y con vergüenza, he logrado detectar en mí, que soy una persona capaz de opinar animosamente y hasta con doble intención.

He dicho cosas que en el momento me parecían verdades avasalladoras, y pasado el tiempo que me tomó calmarme pude valorar todo lo que rechacé a mis interlocutores, y me di cuenta de que tenían puntos de vista interesantes.  No solo interesantes, muchas veces más consistentes y de mayor alcance que los míos.  Ubicados en sitios distintos, todos tenemos ángulos distintos.

Tengo claro ahora que mi orgullo se siente atacado u ofendido por las diferencias de opinión.  A veces ya no sé si opino para aportar algo, o simplemente para ganarle a alguien o para lastimar.  Es como si dijera que todo estará bien cuando la otra persona lo entienda como yo.  Desde aquí ofrezco una disculpa a los que me han padecido.

La urgencia por opinar es parte importante de mi mala educación, pero claro que esto nada más es mi parecer.  Lo digo porque la educación que recibí enfatizó en ser competitiva, mucho más que en ser competente.  Quiero decir, una educación que invita a comparar, competir, vencer y si es posible a humillar al vencido.  Se me dijo que existen fundamentos absolutos para muchas cosas, incluyendo las cosas humanas; pero he llegado a esta edad en que me cuesta apegarme a ideologías absolutas.  La verdad es que parado en una pequeña esquina del mundo es muy poco lo que alcanzo a divisar; siempre tengo una perspectiva muy estrecha que no puede cubrir toda la verdad.

Puedo recordar mis tiempos de joven infatuado, cargado con un idealismo lleno de emocionadas intelectualizaciones que me llevaron a aspirar para mí tareas imposibles.  Guardo con ternura en la memoria que yo quería dar el segundo sermón de la montaña.  El colmo es que tenía hasta la montaña, pero nunca produje el sermón.  Así era el nivel de mi propia idealización, pero no me castigo por eso, más bien me río de mí.

Esta anécdota me trae a cuento que algunos opinan que las revoluciones no prosperan por culpa del burgués que todos llevamos dentro y que también opina.  Alguno podría contradecir el último enunciado, pero no creo que valga la pena, solo fue la opinión de alguien.

Podría hoy adornarme con ideas como las de un viaje iniciático al centro del mundo, un descenso al inframundo o un regreso al útero; pero al final solo serían metáforas.  Poco a poco y con dolor, fui descubriendo que no tengo razón.  Lo que tengo son razones que dependen mucho de por dónde me tocó pasar, lo que me tocó vivir y lo que tuve la buena o mala suerte de aprender.  Pero también de por dónde voy pasando ahora, de lo que estoy aprendiendo y desaprendiendo, y de en qué momento de mi vida me encuentro.

Me atrevo a creer que la verdad no tiene versiones; que las cosas son lo que son y que todo se resuelve llamándolas por su nombre, poniendo a cada una en su lugar, y dando a todo un orden lógico dentro del marco de una realidad que debe ser sagrada e intocable; para que los humanos no pongamos los límites con soberbia, donde los queremos.  Pienso que diferir es bueno e incluso vital; pero no a costa de la realidad.

Y así fue como me quedé dando solamente mi opinión.  Lo más que puedo decir cada vez que opine sobre algo es que, así lo veo yo.  Y hasta puedo agregar que así lo veo hoy.  Lo más probable es que en algunas cosas futuras, voy a cambiar de opinión.

Artículo anteriorLas ayudas
Artículo siguienteUrge control de "taxis piratas" y "mototaxistas"