Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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-En el primer centenario de la muerte de Kafka-

Toda la obra de quien escribiera la estremecedora novela “El Castillo” gira alrededor de una sola y simbólica figura: el padre y, en la caso concreto de él, “su” padre: Hermann Kafka, un amargado e imperioso judío –comerciante por variar- que era patriarca en el hogar y casi Dios en el negocio. En él, Kafka vio simbolizado y retratado tanto al padre victoriano como al Padre Eterno, el Yahvé furibundo de las Escrituras que ofrece las Tablas a Moisés en medio de una sobrecogedora tempestad de rayos.

“Soy el resultado de tu educación y de mi obediencia” –dice a su progenitor- en la famosa obra “Carta al padre” (que en principio fue una misiva real) donde lo pinta desoladoramente- como un monstruo que devora el corazón de los hijos: Cronos que hiende la carne y la traga, de los que un día engendró, deseando solo el placer del vientre que fecundaba.

Quizá lo que más le pesa a Franz es su propia obediencia. El  no haber podido rebelarse contra el Padre Eterno y el padre terrenal. El haber sido excesivamente sumiso –con ambos– en el ámbito de un complejo edipiano en el que Layo era tan fuerte, que Edipo no se atrevió a empuñar la lanza jamás, sino que siempre la guardó en la mohosa vaina –muy a su pesar– y deseando ardientemente ¡pero sólo deseando!, ensartarla en la carne paterna para escuchar gratificado el estertor del castrante dragón.

En otra parte de la misma “Carta al Padre” confiesa: “Mis escritos tratan de ti; no he hecho más que depositar en ellos los lamentos que  no podía  depositar en tu pecho”.

Pero seamos justos: en realidad Kafka odia pero ama al padre. No quiere sólo herir el pecho paterno con un puñal de rencores, sino depositar lamentos allí. Lamentos que el padre (por excesos quizá de virilidad victoriana) cree que deben regar únicamente los senos frágilmente femeninos de la madre. Pero también el amplio y rotundo pecho paterno podría servir para llorar y encontrar consuelo, sólo que en tiempos de imperio Austro-húngaro y sus inmediatos herederos, los hombres no lloraban, como tampoco lo es mucho llorar ahora. El pecho del hombre sólo servía para cubrirlo de pólvora y de gloria.

Y en otras partes del mismo texto añade:

“También es cierto que apenas alguna vez me has golpeado realmente. Pero ese gritar, ese enrojecer de tu rostro, ese desabrocharte rápidamente los tiradores que quedaban dispuestos en el respaldo de la silla; todo ello era casi peor para mí. Es como cuando uno va a ser ahorcado”.

El dolor y el resentimiento ¡tan frescos!, que trascienden esta líneas no parecen haber sido redactadas por un hombre de casi cuarenta años, sino por un tierno niño todavía recién humillado. La violencia del padre pesa sobre el casi cuarentón con tal fuerza y vivencia, porque en la “Carta al Padre” (escrita casi en vísperas de la muerte del literato) el tiempo que ha corrido desde que el progenitor amenazaba con pegar (y en el que vituperaba con acritud al infante) parece haberse coagulado. Porque en el inconsciente y en el espacio de los sentimientos, el paso del tiempo no cuenta.

La “Carta al Padre” debe ser prólogo obligado para todo aquel que intente bucear en los  textos kafkianos. Estos no se entienden plenamente y nos parecen a veces más absurdos que el teatro de Ionesco por no contar con el conocimiento de

este infierno confesional, de este texto maldito de esta carta-llaga que nos sumerge en la más  honda intimidad de un alma, en lo más sinuoso del yo profundo.

“Carta al Padre” es la antesala del infierno que Kafka y su progenitor fabricaron con odio, pero acaso amándose. Y que Franz convirtió en obra de arte por obra y gracia de su talento creador y genio imaginativo. Y también ¡y sobre todo!, para purgar el odio y los “malos” deseos edipianos que jamás se atrevió a externar abiertamente. Sublime catarsis.

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