Durante el año que corre nos encontramos conmemorando el primer centenario de la muerte de Franz Kafka de Checoslovaquia cunado esta aún pertenecía e integraba el imperio Austro-Húngaro que imponía su lengua –el alemán en la tierra de Kafka- en un sentido político pero también de prestigio cultural. Es por ello que toda la fascinante y trepidante obra suya está redactada en el alemán de Kant o Goethe y, en un sentido muy general, se estudia en el contexto de la literatura alemana cuando ésta también quiere decir: Suiza o Austria.
Conmemoramos este año el primer centenario de la muerte del autor de la “Metamorfosis”-de Samsa, a quien seguramente no le gustó ni mucho ni nunca haber aterrizado en nuestro planeta y también habría detestado vivir hasta los cien años. Porque a Kafka a ratos la vida le repugnaba. Creo que si le hubieran preguntado si le agradó nacer, habría dicho ¡rotundamente!, no. Pese a su talento, pese a su grandeza, pese a su genialidad.
¿Un raro? ¿Un maldito? Un patito feo que nunca llegó a sentirse el cisne real que era en el ámbito de su creación.
Hay grandes artistas y literatos de absoluta excelencia que no creen en sus dotes. O que creen sólo a medias en ellas. En el fondo se sienten cieno, abismo, partículas inermes de mortalidad. Este es el caso prototípico de Franz Kafka, en quien Adler pudo haber estudiado –en completa e integral forma- el postulado fundamental de su doctrina: el complejo de inferioridad, del cual –el famoso discípulo de Freud- afirmaba que partía toda neurosis, es decir todo descontento y amargado estar en el mundo.
La obra de Kafka no es muy numerosa: Dos o tres libros de cuentos o relatos. Una novela corta. Tres novelas inconclusas y siempre en acto de ser escritas como la vida. Y sin embargo pocos literatos ¡tan conocidos! ¡Tan admirados! ¡Tan poco descifrados aún!
Si a Kafka le hubieran dicho la cantidad y densidad de gloria que lo cubrirían después de su muerte, habría sonreído escépticamente ¡él que se sentía una minúscula alimaña!, despreciado en el fondo del padre (lo más importante para él en el fondo) y en un mundo en el que lejos de sentirse justificado y con sentido, se experimentaba un advenedizo sin ejecutoria.
Una sólida roca desesperanzada cargó siempre Kafka sobre su cabeza que lo hizo sentir como que no crecía sino que se hundía en la tierra. Sus libros se han comparado (por la carga de angustia tan ofuscante que poseen) con los de Kierkegaard, Sartre, Borges o Arrabal. Sin embargo creo que nada es tan completamente desesperanzado como los textos de él, en los que se siente y se “ve” un escritor cuya única instancia y porvenir es el alivio de la muerte.
Pronto abandonó la tierra. Se fue apenas cumplidos los cuarenta y uno. Cuando en realidad comenzaba a vivir su acendrada vocación literaria que en rigor nunca le fue permitido experimentar plenamente, ora obstaculizado por la dictadura del padre, ora desempeñándose como abogado en una aseguradora, cargo que (y siguiendo los valores de su comerciante progenitor) primero debía tener un carrera práctica y después ser poeta.
Odio, rencor y culpa fueron los tres reyes magos que honraron su cuna y quienes le llevaron amargos presentes, pero presentes que no obstante su vasta negatividad, le sirvieron para construir una obra que lo ha hecho eterno en la medida de la temporalidad humana. Porque es obvio que de la eternidad verdadera es algo de lo que no podemos decir nada por ser imaginaria.