Dejemos ya las fuentes o asuntos literarios que influyeron en “El Quijote” y la estructura narrativa que de cuento derivó en novela; asuntos y temas que harían las delicias de Todorov, Propp, y de todos los complicadísimos estructuralistas, post estructuralistas y deconstructivista-formalistas, y pasemos a la admiración sin límites que nos produce la creación del gran actante que es don Quijote.
Tal creación –casi tan apabullante como la de Adán, con perdón de la blasfemia- nos haría clasificar esta novela de Cervantes acaso como “de personaje”, dentro de aquella ya vieja tipología de Wolfgang Kayser que –por antigua- ha dejado de usarse.
Si “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” es una novela “de personaje” y no de espacio ni de acciones (que también lo es) la configuración y hechura de tal actante (que además se ha convertido en prototipo universal e ideal del hombre) es imperativo que se haga y se examine a conciencia. Y como se trata de un demente –que ya sabemos que será utilizado por su autor para decir verdades impronunciables y vedadas por el poder- si abordamos un análisis a profundidad del personaje central, éste debe arrancar, afincarse y desarrollarse dentro del marco que nos puede brindar tanto la psiquiatría como el psicoanálisis en unión con la política y la sociología; unión y síntesis que habría celebrado Marcuse en “Eros y civilización”, donde presenta (el famoso filósofo alemán) una fusión entre marxismo y psicoanálisis. Teoría esta –marcusiana- que ya trabajé hace años en mi libro “La estética en el pensamiento de Herbert Marcuse”.
Apaleado por la vida (como en breve síntesis he tratado de transmitir antes) y con casi sesenta años de edad, Cervantes publica la I parte del Quijote y, en las puertas de sus setenta, la II parte. A tantos ayunos, a tantos golpes, a tantos menosprecios y marginaciones debemos añadir (y esto lo sabemos todos los que ya somos viejos y no nos engañamos, que cargar con seis o siete décadas sobre ya acaso curcuchas espaldas) no es para nadie ninguna inyección de optimismo ni de entusiasmo ni menos de ilusiones con algunas excepciones como la de Vargas Llosa que ya se asoma a los noventa.
Por otra parte, vuelvo a insistir en algo ya dicho: todos los que publicamos cuentos y poesía y novelas y teatro sabemos que es impostergable no colocar algo o mucho de nuestras propias vidas en las acciones que narramos y en el –o los personajes- que creamos. La principal función humana de la novela es representar la vida. Es vida. Es la vida misma en la corriente de la lengua. Y acaso no haya novela que no haya logrado tal deseo y tal conquista: la de ser el gran espejo de su tiempo, que “Don Quijote” de Cervantes.
Cervantes y don Quijote traspusieron (en la vida real y en la novela) más de la mitad de un siglo y rascan ya las cercanías del “corral de muertos” que decía Unamuno. Están en la encrucijada en que cada vida se pregunta –a sí misma- sobre su estar-en-el-mundo y lo que el tiempo significa en la fragilidad de la existencia. Es el momento de la gran evaluación vital y, sobre todo, el instante de comprender que sólo podemos ser en el tiempo y que, concluido éste, ¡el nuestro, el que nos es propio y particular!, concluye nuestro ser. Cervantes lo sabía mucho antes de que nos lo anunciara Heidegger en “El ser y el tiempo”.
Continuará.