Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

post author

Este 25 de abril se recuerda un año más de la partida de Pedro de Betancur, quien, más allá de las obvias connotaciones religiosas, tiene mucha trascendencia en la conformación de nuestra identidad como guatemaltecos.

Algunos lamentarán que Pedro murió antes de tiempo. Tenía 41 años; no era joven pero tampoco un viejo, pudo haber vivido unos años más (a pesar de que el promedio de vida de esa época, era mucho menor del actual). Pero no se fue antes de tiempo. Como decían antes las viejitas: “Nadie se muere en la víspera”. Pedro murió en el preciso momento en que Dios lo mandó a llamar. Ya había cumplido su misión en Santiago de Goathemala, en apenas 16 años que vivió en esa ciudad.

Hay que tomar en cuenta que la salud de Pedro fue siempre inestable. Cuando tenía unos once años sufrió una parálisis general que lo tuvo en cama por varios meses. La fuerza de su adolescencia le ayudó en la recuperación, pero ésta no fue completa. Le quedó como secuela un renqueo cuando caminaba por largas jornadas. Por eso se acostumbró a usar un bastón, mismo que aparece en sus retratos. Mucho cariño le tenía a dicho bastón porque le recordaba permanentemente el cayado típico de su primer oficio: pastor de ovejas. (El cuadro clínico sugiere que la posible enfermedad fue Guillain-Barré).

Su precaria constitución se vio agravada por los rígidos ayunos y otras penitencias que se imponía. Y algo más, en su plena dedicación a los enfermos y convalecientes, no tuvo reparo en atender dolientes que padecían enfermedades contagiosas. La mezcla de mala salud, duras penitencias y cercanía con las enfermedades dio como resultado que un 25 de abril de 1667 Pedro entregara su alma a Quien se la dio.

Un hermano lamentó mucho que no habría de ver los frutos de su incipiente congregación, a lo que Pedro contestó: “No hermano Thome, no se equivoque, este proyecto no es mío, es del que está arriba, yo solo he sido un obrero más como lo son los albañiles en las obras y considero que, cumplido mi encargo, me toca partir”. La estafeta la tomó fray Rodrigo de la Cruz, quien había aparecido solo cuatro meses antes.

Pedro siempre quiso que su grupo fuera una especie de sección o derivación de los hermanos terciarios franciscanos quienes son ciudadanos comunes que viven en sus hogares, estando la mayoría casados. En todo caso no viven en comunidad. Los bethlemitas, que debían atender permanentemente a los enfermos, debían convivir con ellos. Por eso la separación. Pedro se afanó con ahínco para darle un orden formal a su organización, pero la muerte lo sorprendió.

El 2 de mayo, o sea una semana después de fallecido, arriban a Santiago las licencias reales para el Hospitalito de Belén (quien lo iba a saber). El 20 de mayo el obispo (menos de un mes), fray Payo Enríquez de Rivera, obispo de Santiago de Guatemala, aprobó las primeras constituciones de los Hermanos Bethlemitas. En 1673, 7 años después de su muerte, el Papa Clemente X, aprobó la Congregación y sus constituciones. En 1710 Clemente XI, otorga el estatuto a la Congregación de los Bethlemitas de las Indias Occidentales”.  Tal vez fue necesario que subiera para que, desde arriba, apoyara las obras a las que dedicó su vida.

A Pedro no le han favorecido ni los retratos ni las crónicas. Los primeros lo pretenden presentar colmado de las virtudes y por eso aparece con una cara “beatífica”, sublime pero poco realista, y poco aplicable a un joven de treinta y pico años en pleno despliegue de su energía vital. En el que se considera el cuadro contemporáneo más apegado, aparece con una cabeza redonda muy desproporcionada (al fondo aparecen los volcanes). En cuanto a las crónicas, se exceden en las virtudes, atributos y milagros, relatos que esconden sin querer al joven ilusionado que, desde su natal Tenerife, procuraba predicar en el Nuevo Mundo, al principio quiso predicar con palabras (no dio “bola” como estudiante y menos como seminarista), pero luego predicó con su ejemplo. Como dijo San Francisco: “Predica toda tu vida y cuando sea necesario hazlo con palabras”.

Por ejemplo, se dice que resucitó muertos, habló con difuntos, convirtió una lagartija en oro, restauró una olla de barro que se había roto, sacó a todos los ratones de la ciudad de Santiago, compuso unos panes que se le habían quemado a una negra esclava, producía alimentos cuando se agotaban de los canastos, etc.  Igualmente, algunas crónicas resaltan que, cuando llegó a Santiago, los vecinos lo estaban esperando ansiosamente. ¡Por favor! Son historias bien intencionadas pero empalagosas. Cuando arribó, el 18 de febrero de 1651, no era más que un peregrino, desconocido e indocumentado (salió aprisa de Tenerife), algo desorientado (esperaba que Dios le marcara su destino), que llegó a pie con 30 pesos y una muda de ropa. A nadie había dicho, ni a sus padres, a dónde iba a dar (ni él lo sabía).

Más allá de todas las habladas populares el verdadero milagro de Pedro de Betancur fue su ejemplo y el inicio de una obra de caridad que en los últimos años ha resurgido. Ciertamente estaba investido de grandes virtudes, pero el adjetivo final no lo debe poner el cronista –que solo debe relatar los hechos–, el adjetivo lo debe poner el lector, el estudioso de su obra. Por eso digo que Pedro de San José fue un hombre privilegiado por Dios. Sin duda un Santo.

Artículo anteriorComunicado Balance 100 días de gobierno del partido Semilla
Artículo siguienteLos 100 días de Arévalo, el MP y la SIB