China: un banquete para los sentidos
PRIMERA PARTE
Juan Antonio Canel Cabrera
Cuando subí al avión, para viajar de París a Shanghai, uno de mis pensamientos fue no perder el recorrido de la nave. Lo seguí en la pequeña pantalla ubicada en el respaldo del asiento del pasajero de adelante. Estaba seguro de que el trayecto del avión no correspondería con el itinerario del viaje que realizó Marco Polo, entre 1271 y 1274, pero hacerme la ilusión fue parte del encanto de ese viaje ¿Cuál fue el objetivo de estar pendiente de ese asunto?: sentir, aunque fuese en avión, la aventura, deslumbramiento y el estímulo de sensaciones que el viajero veneciano debió disfrutar y sufrir en su recorrido.
Ese viaje de Marco Polo siempre le fascinó a mi imaginación, desde niño; incluso, mi novela La Muerte se perfuma es un intento de realizar ese recorrido, solo que sobre el mapa del cuerpo de una mujer. Han pasado tantos años desde mi infancia, pero esa aventura medieval aún me cautiva.
Ahora que regresé, me siento un poco como debió sentirse Marco Polo, prisionero en la cárcel de Génova, urgido de contarle a Messer Rustichello de Pisa, toda la emoción que experimentó en su recorrido.
La concreción de nuestro viaje comenzó a mediados de noviembre de 2023. Una invitación a miembros de la Junta Directiva de la Asociación de Periodistas de Guatemala (APG), nos llegó de la Municipalidad de Shanghai, por medio de la embajada de China en Costa Rica. La facilidad que nos brindaron en la embajada para realizar los trámites de la visa y para ilustrarnos sobre algunos asuntos del viaje, fue una cátedra de amabilidad; en especial, la atención personal del embajador Tan Hen.
La razón para viajar a Costa Rica fue porque Guatemala, hasta el momento en que escribo, no tiene relaciones diplomáticas con la República Popular China, por eso los invitados tuvimos que viajar a ese país centroamericano para el trámite de la visa.
Luego de un par de días en Costa Rica, volamos hacia Panamá para tomar el avión que, en un vuelo de nueve horas, nos llevaría a París; de allí, después de más de trece horas, llegamos al aeropuerto de Pudong, en Shanghai.
Cuando el avión comenzó a sobrevolar sobre la parte norte de Italia, mi corazón comenzó a acelerarse de la emoción; vino a mi mente cuando Marco Polo, ese 1271, a sus 17 años se embarcó junto a su padre y a su tío para llegar a Palestina y, a partir de allí, durante tres años, recorrer territorios cuyo trayecto estuvo lleno de dificultades y peligros. Cuando el avión sobrevoló el desierto de Gobi me llegó, como si lo estuviera viviendo, un adrenalinazo al recordar esa lucha por la vida de esos tres viajeros y sus acompañantes por protegerse de las tormentas de arena; de los sanguinarios maleantes que, como fantasmas acechaban a los peregrinos que transitaban esa ruta.
Llegar a un país no conocido siempre crea una especie de zozobra y de inquieta curiosidad; no obstante, desde que salimos del trámite aduanal, allí estaba JIN Xuzisang (Violeta), nuestra guía designada por la Municipalidad de Shanghai; ella, aparte de su sonrisa y amabilidad, nos proveyó de una sensación de seguridad que duró todo el viaje.
El avión de Air France, llegó a Shanghai en una noche de mucho frío; fue intenso pero, al llegar al acogedor hotel Donghu, la calidez y elegancia que nos recibió fue una especie de augurio de lo maravilloso que sería ese viaje. Allí comencé a sentirme ligado al espíritu bravo que alimentó los orígenes y al de generosidad que ahora alienta a ese pueblo maravilloso. Un pueblo que ha dejado a un lado las guerras y se ha concretado a desarrollarse alentado por la solidaridad, el sentido de comunidad y su firmeza como nación.
La noche de la llegada, con algunos de los compañeros salimos a caminar por las calles de Shanghai aledañas al hotel. protegido por ropa térmica, chaqueta forrada de plumas y bufanda comenzamos el breve recorrido. En ese momento, al ver ese primer esplendor nocturno, vino a mi mente el proverbio chino que nos recuerda Julio Verne:
Cuando los sables están enmohecidos y las rejas del arado relucientes.
Cuando las cárceles están vacías y los graneros llenos.
Cuando los escalones de los templos están gastados por el paso de los fieles y los patios de los tribunales cubiertos de yerba.
Cuando los médicos van a pie y los panaderos a caballo.
El imperio está bien gobernado.
Los días que siguieron fueron de mucha actividad y asombro pero, sobre todo, de aprendizaje.
Tener contacto con otras culturas por medio de los libros, la oralidad y otros medios es hermoso; pero el acercamiento físico a esa cultura permite, por un lado, constatar lo sabido; desechar lo falso que nos han contado de manera interesada para no valorar los méritos de una cultura muy distinta a la nuestra; sobre todo, por sus orígenes, por su trayectoria y por las ideas que la han moldeado.
Viene nuevamente a mi memoria el asombro de Marco Polo cuando llegó con Kublai Kan y constató el interés de ese gobernante por conocer otras culturas y otros pensamientos; por escuchar a los otros para alimentar y fortalecer la propia cultura. Eso está haciendo China ahora: acercarse a los otros para una convivencia fraterna; para compartir progresos; para mostrar su generosidad solidaria.
Compartir es mejor que hacer la guerra. Invertir en desarrollo humano, técnico y científico es mejor que gastar en luchas fratricidas. Las guerras agotan los recursos de un pueblo en beneficio de una élite avara.
Desde joven, siempre estuve atento a lo falso que se nos mostraba sobre otras culturas e ideologías que no eran similares a las occidentales; que no se alineaban de manera servil a la hegemonía mundial. Eso, para mí un gran incentivo por conocer sobre otras culturas, sobre otros países, sobre otros mundos.
En principio, el viaje estaba programado para visitar Shanghai y Beijin; no obstante, a nuestra llegada estaba previsto que en los días posteriores haría un frío intenso en esa ciudad; los organizadores consideraron que nos haría bastante incómodo el viaje; por tal razón, se cambió el itinerario para viajar a la ciudad de Hangzhou. Que también es una ciudad hermosa. En esa ciudad se encontraron vestigios arqueológicos de 3000 años A.C. Ese trayecto lo hicimos en un tren, de los llamados bala. Pero, me estoy adelantando.
La primera noche en Shanghai, después de ubicarnos en la habitación y dejar las maletas, inmediatamente bajamos al restaurante donde nos esperaba una cena espléndida. Fue el primer acercamiento a la exquisitez de la cocina china. Una cocina abundante en cerdo, pato, mariscos, hongos, almendras, etc.; y, claro, arroz. Ya lo decía Confucio: «Una cocina sin arroz es como una mujer hermosa a la que le hace falta un ojo».
No hay que olvidar la tradición china de que «todo huésped es sagrado». Hasta en la mesa. Así se enseñaba desde la antigüedad «a recibir a los huéspedes con cortesía y a despedirlos de la misma manera». Por eso, desde el principio, colocan a la izquierda del comensal, sobre una bandejita de cerámica, una toalla húmeda y caliente, para que uno se la pase por la cara o las manos y entre en el calor del festín gastronómico que estimula la imaginación, el paladar y los sentidos. Esa cena fue un paseo por los sabores porque la mesa giratoria estaba surtida de abundantes delicias. El sentido no es atiborrarse sino poblar al paladar de variedad; degustar, servirse poco de todo; es como saciar el apetito inyectándolo de sensualidad. Una muestra de que ese detalle no es algo recién inventado y que es una tradición muy antigua, nos la muestra Julio Verne cuando dice:
Al principio, como para entrar en materia, figuraban tortitas azucaradas de caviar, langostas fritas, frutas secas y ostras de Ning-po. Después, se sucedieron, en cortos intervalos, huevos escalfados de ánade, de paloma y de ave-fría, nidos de golondrina con huevos revueltos, fritos de Ging-seng, agallas de sollo en compota, nervios de ballena con salsa de azúcar, renacuajos de agua dulce, huevas de cangrejo guisadas, mollejas de gorrión, picadillo de ojos de carnero con punta de ajo, macarrones con leche de almendra de albaricoque, holoturias a la marinera, yemas de bambú con salsa, ensaladas de raicillas tiernas con azúcar, etc. Anades de Singapore, almendras garapiñadas, almendras tostadas, mangues sabrosos, frutos del Long-yen, de carne blanca, y de Lit-chi, pulpa pálida, castañas, naranjas de Cantón en confitura.
Fue como llegar a casa cansado y, al abrir la puerta, sentir el vaho de las viandas que están a pronto de servirse para aliviar el peso del día. Como si esas exhalaciones de los sabores me dijeran: «alíviate; valió la pena el día; ahora, ven y celébralo».
El hotel Donghu es muy acogedor. Allí comencé a sentir, de lleno, el espíritu de la tradición china; su delicadeza en los detalles; el calor y amabilidad de la gente pude comprobarla en todos sus ámbitos. Estaba emocionado de haber llegado a un mundo que solo había sospechado en las páginas de algunos libros. Comenzar a constatarlo fue, realmente emocionante.
Luego de la cena, a pesar del intenso frío que hacía en la calle y de que todo nos era totalmente desconocido, decidimos salir a caminar; memorizamos el trayecto para no perdernos. Creo que salimos a las 9 de la noche. Fue como emerger de un largo letargo y, de pronto, enfrentarnos a un paisaje en el cual todo se nos mostraba hermoso; intensamente frío, pero hermoso. Calles limpias, iluminadas, totalmente jardinizadas y alejadas, sobre todo, de lo que nos hicieron imaginar sobre China; de Shanghai, esa ciudad en la que tanto aprendió Mao y en la cual tuvo la experiencia de estar sin un centavo y de ver en su imaginación el futuro promisorio de China que, con tesón, trabajo y con la capacidad de soñar se pueden lograr.
Gélida la noche, pero mágica porque comenzó a quitar el velo de ese escenario que, en occidente, tanto se nos quiere ocultar.
De regreso, y ya en la cálida habitación, me costó conciliar la emoción de palpar un mundo desconocido.
En la próxima entrega, sin me dan cobijo en La Hora, comenzaré a palpar de día a Shanghai.