María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com
El recién pasado 11 de octubre, el mundo celebró el Día Internacional de la Niña, instituido por la Organización de Naciones Unidas, con el objetivo de reconocer y promover los derechos de las niñas y el impulso de políticas públicas que le den prioridad a estas sobre los demás fragmentos de la población.
Sin lugar a dudas, el tema de la vulnerabilidad infantil es fundamental en el diseño de políticas estatales y debe ser atendido para lograr en el mediano plazo avances en el desarrollo nacional y los múltiples ámbitos que lo conforman. No es la primera vez que manifiesto mi inconformidad por el favorecimiento a las niñas (o a las mujeres en otros casos) y el relego de los niños. Considero que ambos deben ser asistidos de igual forma o de lo contrario todos los esfuerzos serán inútiles.
Sin embargo, tomaré este espacio para abordar someramente uno de los temas de los que menos se habla a este respecto y que se puede convertir en «la» verdadera amenaza para las niñas. Me refiero a todas las niñas, no solamente a aquellas que imaginamos en contextos lejanos y con nulo acceso a oportunidades, no únicamente a las de comunidades rurales, las que viven en pobreza, las que experimentan la marginación. También a aquellas con educación, con recursos, en mejores circunstancias.
Quisiera retomar el mensaje de Ban Ki-Moon a propósito de esta conmemoración en el año 2014. El Secretario General de la ONU, instaba entonces a luchar específicamente en contra de la violencia conferida en contra de las niñas, resaltando que es necesario incorporar a los hombres en la lucha contra todos los tipos de ella, además de afirmar que poner fin a la violencia de género debe ser uno de los pilares principales de la agenda mundial.
Es necesario dotar a nuestras niñas de las herramientas necesarias para no ser blancos de la violencia (ejercida indistintamente por hombres o mujeres). Al buscar el desarrollo económico o social de las mujeres, es determinante que el «empoderamiento» del que tanto se habla, inicie basándose en el autorespeto y la construcción de la autoestima. Es fundamental apuntar que la violencia no es únicamente física, y me enfatizo en la violencia psicológica pues puede causar tantos o más daños que la primera, convirtiéndose en el camino sin retorno para la germinación de otros tipos de violencia.
Una niña, adolescente o mujer, proveniente de cualquier clase social no permitirá vejámenes ni abusos en su contra si ha levantado adecuadamente el respeto por sí misma y reconoce el valor que su humanidad le otorga. Esto claramente es aún más difícil en la ruralidad donde predomina el machismo y los roles tradicionales femeninos no se han modificado. Rara vez se hace énfasis en este punto, porque por supuesto existen otros como la educación, el acceso a la salud y las oportunidades equitativas que se han puesto en el centro del debate. No obstante, este es un aspecto igualmente importante y sin el cual no se puede alcanzar el resto.
Para esto es necesaria la educación integral tanto de los niños como de las niñas, la apertura a las oportunidades para ambos, reconociendo las vulnerabilidades de unos y otras pero con una perspectiva amplia que tienda hacia las necesidades diferenciadas pero primando la verdadera equidad y no las parcializaciones.
Evidentemente, a este tema hay que añadirle muchos más y hacer un análisis profundo y complejo que trace los derroteros del desarrollo integral, sin dejar de lado temas como este, que afectan indistintamente a hombres y mujeres y se convierten en un flagelo para el progreso.
Tal y como lo recalca la campaña de UNICEF, sean cuales fueren las aspiraciones de una niña lo más importante es que sea libre, independiente y respetada, toda persona que se lo impida, desde sus primeros años, debe ser castigada. Seamos nosotros educadores de las nuevas generaciones y no permitamos que nuestras niñas (y niños) crezcan para convertirse en personas abusadas (o en abusadores) y por tanto en replicadores de descomposición en nuestra sociedad.