Al ritmo de una contagiosa canción norteña mexicana, una mujer corta cientos de papeles de colores que va apilando sobre una mesa.
«La medida ya la tienen mis dedos», afirma entre risas María de Lourdes Ortiz Zacarías, de 49 años, sobre la destreza que desarrolló desde niña, siguiendo los pasos de su abuelo y su madre, para elaborar una de las artesanías más populares de las festividades navideñas: las piñatas.
Esta llamativa esfera de cartón, decorada con papelitos de colores, es tan protagonista de las fiestas de diciembre en México como el árbol de navidad o los nacimientos.
Tiene forma de estrella de siete picos en su versión tradicional, pero ha ido variando con los años en un desborde de creatividad y se puede encontrar con la figura de personajes de dibujos y hasta de políticos.
Las más comunes tienen ahora un corazón de cartón, recubierto con periódico y engrudo (harina con agua), y se rellenan usualmente con frutas, caramelos y dulces locales, aunque aún se pueden encontrar algunas hechas como se hacían siempre, con una vasija de barro a la que se le colocaban los siete picos.
Está cargada de simbolismo. Los colores vistosos representan los placeres superfluos, mientras que los siete picos simbolizan los siete pecados capitales que son destruidos con la ayuda de un palo.
Al ritmo de «Dale, dale, dale, no pierdas el tino, porque si lo pierdes, pierdes el camino. Ya le disté una, ya le disté dos, ya le disté tres y tu tiempo se acabó», los mexicanos asaltan la piñata en celebraciones populares conocidas como las «posadas», que se festejan durante los nueve días previos a la Nochebuena y recrean la búsqueda de cobijo que hicieron José y María antes de dar a luz al Niño Jesús el 25 de diciembre.
Sobrevive a sus cuatro siglos de tradición a través de los cientos de artesanos que aún las fabrican y a la pasión que sienten los mexicanos por sus costumbres, según cuenta el director del Museo de Arte Popular, Walther Boelsterly.
También gracias a familias que han pasado el legado de generación en generación como la de Ortiz Zacarías.
En otros países latinoamericanos como Argentina, Colombia, Chile, Perú, Puerto Rico o Venezuela se asocian con fiestas infantiles o con la celebración del Año Nuevo en China. Pero en México aparecen hasta en investigaciones sobre pueblos prehispánicos.
En una publicación de la Universidad Autónoma del Estado de México —»La piñata como instrumento evangelizador de nuestros ancestros, de mayo del 2019—, se cuenta que los indígenas tenían un juego ceremonial en el que partían una vasija de barro llena de semillas de cacao. El juego fue copiado por religiosos católicos que cambiaron las vasijas por piñatas similares a las que implementó Marco Polo en Europa central, tras sus viajes por China.
«Este fue el encuentro de dos mundos», ratifica el director del Museo de Arte Popular. «Se utilizó la piñata y la festividad como parte de la herramienta de la catequesis para poder ir convirtiendo a los naturales de Mesoamérica a la religión católica», explica Boelsterly.
En las crónicas del fraile Juan de Grijalva, recopiladas en los archivos históricos de los agustinos, se menciona que el origen de esta festividad navideña recae en el siglo XVI cuando los religiosos de un convento del poblado de Acolman, a las afueras de la capital mexicana, recibieron un permiso del papa Sixto V para hacer las «misas de aguinaldo».
En Acolman vive María de Lourdes Ortiz Zacarías y, aunque la historia de su familia con las piñatas no se remonta tan atrás, las más de cuatro décadas que llevan dedicados a crearlas de forma artesanal le valió a la abuela del clan el apodo de la «reina de las piñatas». Y hoy les supone un oficio del que viven cuatro familias y para el que trabajan los doce meses del año.
Romana Zacarías Camacho, la matriarca familiar hoy fallecida, encontró en ese trabajo artesano un sustento para mantener a cuatro hijos y llenar el fallecimiento de su padre. La tradición pasó a su hija y, ahora, su nieto está convencido de mantener el legado.
«Es una tradición familiar que tiene mucho valor sentimental para mí», presume Jairo Alberto Hernández Ortiz. Es el «legado que me dejaron mis padres y mis abuelos».