Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

post author

Hace unos 60 millones de años un meteorito gigante impactó el norte de la península de Yucatán. Tremendo. El colosal impacto causó una gran destrucción a nivel de toda la Tierra. Una de las cinco extinciones que reportan los científicos (y todavía faltan otras). Ahora bien, ¿destrucción, para quién? Si no se hubiera acabado el mundo de los dinosaurios, los mamíferos nunca hubieran emergido. Y aquí entramos todos nosotros como mamíferos y primates que somos. Nuestros antepasados, los monos peludos, no hubieran podido desplegar la extensa evolución darwiniana hasta convertirnos en seres pensantes. Bueno, más o menos pensantes. De algo supuestamente negativo surgió un bien. Es que todas las cosas son relativas.

Hasta hace unos 10,000 años, en el desierto del Sahara había inconmensurables praderas verdes, habitadas por innumerables animales que pastaban en medio de lagos y ríos. En algunas pinturas rupestres en cuevas, ubicadas hoy en lo más desolado del desierto, aparecen dibujos de seres humanos nadando así como representaciones de jirafas e hipopótamos. ¿Qué pasó? Hubo un cambio climático “natural” (esto es, no provocado por el hombre) y esos grandes pastos empezaron a secar, los bosques disminuyeron, los animales desaparecieron paulatinamente y la población fue emigrando hacia regiones más amables, esto es, que dispusieran de agua. Se desplazaron hacia el Este donde se toparon con un gran río, el Nilo y se acomodaron en sus riberas. La gente así se fue “arrejuntando” cerca de ese prodigioso río. En los siglos anteriores, los humanos vivían en forma dispersa, a sus anchas se movían en las extensas sábanas africanas; no tenían mayor contacto con otros núcleos humanos. Pero viviendo todos en una margen estrecha, el roce social era inevitable. De alguna manera se fueron tejiendo los órdenes espontáneos derivados del trato entre los individuos de una comunidad. Tal fue el embrión de las sociedades, la semilla de una cultura, la egipcia que germinó por muchos siglos y hoy día nos sigue causando asombro. De aquel mal, la sequía de las planicies, surgió algo bueno: el concepto de civilización.

Las ciudades de Herculano y Pompeya fueron destruidas por la colosal explosión del volcán Vesubio. ¿Destruidas? En un sentido fue, obviamente, una calamidad pero de ese hecho negativo surgió algo positivo: conservó esas ciudades dejándolas para la eternidad. Hasta unos murales obscenos de lugares poco recomendables. Algo parecido con nuestra ciudad de La Antigua, que al ser destruida por terremotos en 1773 se evacuó por mandato de las autoridades. Las propiedades perdieron su valor. Alli quedaron, en el abandono hasta ahora que las propiedades sí tienen valor. Vaya si no.

Todos apreciamos las obras de arte “enteras”, perfectas. Pero hay algunas que son famosas precisamente por sus deficiencias. Dos obras que están en el Louvre: la Venus de Milo y la Victoria de Samotracia (figuras que todos tenemos en la mente). A la primera le faltan los brazos y a la segunda la cabeza y los brazos, pero la Consagración

de esas dos esculturas se debe precisamente a que tienen esas “deficiencias”. ¿Qué sería de la Venus de Milo si tuviera brazos? Una estatua más de las miles que se tallaron. 

Cuando los turcos tomaron Constantinopla en el año 1453 cundió el pesimismo y negatividad en los reinos occidentales de Europa. Conquistada esa ciudad y lo que quedaba del Imperio Bizantino, se bloqueaba el tránsito hacia las ricas regiones del Este (la ruta de la seda) con las que discurría un nutrido comercio. Muchos productos ya no podrían llegar a los reinos europeos. Mala noticia. Pero al mismo tiempo despertó la inquietud por encontrar “otro pasaje” que no fuera por medio del Mediterráneo oriental. Por el otro lado (decían algunos que la Tierra es redonda). Se despertó la imaginación de muchos navegantes, españoles y portugueses, sobre todo. Estos últimos descubrieron una ruta por el sur de África, que llegaba hasta la India y las Molucas. (Continuará).

Artículo anteriorAnticipar efectos ante manifestaciones
Artículo siguienteOperan desde el miedo y la desesperación