Factor Méndez Doninelli.
Hoy se celebra el 79 aniversario de la revolución guatemalteca del 20 de octubre de 1944, una gesta cívico militar de contenido democrático burgués que se propuso desarrollar al país mediante el impulso de un capitalismo moderno.
Guatemala es un país subdesarrollado en el que desde 1954 las élites, la clase política corrupta, sus lacayos y testaferros controlan los tres Poderes del Estado para beneficio de intereses personales y corporativos, jamás para lograr el bien común.
Los revolucionarios ejercieron el Poder político durante diez años 1944-54, en ese período impulsaron políticas económicas y sociales en función de lograr el bien común, favorecieron a amplias mayorías de la población, a la clase trabajadora, obreros, campesinos y pueblos indígenas. Se lograron cambios estructurales a favor de la educación pública, las condiciones laborales, los derechos humanos con énfasis en los económicos, sociales y culturales.
Ese proyecto de naturaleza humanista, democrático y revolucionario fue interrumpido en 1954 por una invasión mercenaria armada que patrocinó, organizó, financió y dirigió el Gobierno estadounidense a través de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés.)
La citada invasión más la acción conspirativa de un grupo de oficiales traidores del ejército nacional, lograron derrocar al presidente constitucional Jacobo Árbenz Guzmán e interrumpir el programa revolucionario inconcluso. Desde entonces, ningún Gobernante ha equiparado, menos superado las políticas públicas y conquistas sociales de esa “primavera democrática.” Tampoco superar los bajos índices de desarrollo humano en materia de ingresos per cápita, acceso a servicios de salud e higiene, educación de calidad, trabajo, salario y vivienda dignos.
Actualmente, en este país centroamericano los tres Poderes del Estado están alineados por intereses de corrupción e impunidad, por privilegios que no quieren perder, por eso se niegan a entregar el poder y ejecutan un golpe de Estado técnico jurídico que mediante el sistema de justicia cooptado (Poder Judicial) en contubernio con los Poderes Ejecutivo y Legislativo implica: 1. Anular la votación de primera vuelta. 2. Designar presidente y vice presidente por parte del Congreso Nacional. 3. Impedir que el 14 enero 2024 tome posesión el binomio presidencial elegido, acreditado por el Tribunal Supremo Electoral TSE, Bernardo Arévalo y Karin Herrera respectivamente, por último, para evitar “romper el orden constitucional”, el presidente saliente Alejandro Giammattei trasfiere el poder al presidente designado por el Congreso. Un plan perverso que hay que tumbar.
Dejar que avance ese plan es permitir que se produzca la tormenta perfecta, el detonante para un estallido social sin precedentes que complicaría más la actual crisis político social que hasta hoy, después de dieciocho días de manifestaciones, caravanas, bloqueo de carreteras y paro nacional, no se resuelve.
Mientras tanto, los actos ilegales de sujetos políticos del bloque en el poder, los discursos de odio y racismo que estos difunden, empiezan a hacer efecto, provocan enfrentamientos entre la misma población, causan miedo, desmovilizan y paralizan la acción y participación ciudadana de resistencia.
Ese tipo de discurso lo utiliza el presidente Giammattei, otros funcionarios públicos, las élites depredadoras, los netcenteros de fundaterror o de veteranos militares encargados de saturar las redes sociales. La nueva modalidad es mediante resoluciones judiciales, ejemplo de esta última es la polémica resolución de la Corte de Constitucionalidad emitida esta semana, que ordena a la policía nacional civil PNC con el apoyo del ejército nacional disolver por la fuerza los bloqueos que esa suprema corte los compara como “crimen de lesa humanidad.”
Los discursos de odio vulneran derechos humanos, deben ser rechazados y condenados. Evitar que sean reenviados, reproducidos o difundidos. Debemos rechazar con energía los actos y discursos de odio.