Byron Ponce Segura
Del libro Cuentos para remojar en café
Parte I
Las paredes del salón de clases estaban casi cubiertas por un mosaico de cartulinas. Las estudiantes habían tratado de presentar una historia a base de recortes de periódicos, revistas y dibujos. A pesar de ese desarreglo, los escritorios estaban bien alineados. Al frente, el verde pizarrón mostraba zonas mojadas, el profesor lo ha_bía limpiado como para escribir algo importante.
Cuando tomó la tiza con su mano izquierda y buscó la parte al_ta de la pizarra, se produjo un silencio inmediato. Las jóvenes estu_diantes pusieron sus espaldas rectas, las rodillas juntas, las ma_nos en reposo sobre los escritorios. No era usual que el profe Agustín usara la pizarra, siempre asignaba la tarea a alguna de las estudiantes. Cuando la usaba, su zurda manera de escribir rompía la rutina, pero también la concentración, se escuchaban risitas dis_cretas en todas direcciones
—¿Profesor, me permite algunas palabras para mis compañe_ras?
—Silvita, tengo algo importante que decirles antes del cam_bio de período. Si me promete que no se tarda más de dos minu_tos, en_tonces hable.
—Un solo minuto, profesor Agustín.
—Adelante, señorita.
A pesar de la aparente urgencia, Silvita avanzó con paso len_to hacia el frente de la clase. Inclinó su rostro, para recoger y or_denar las ideas antes de expresarlas. Con dos dedos de cada mano colocó su cabello liso detrás de las orejas. Levantó la cabeza con determi_nación.
—Sólo quiero despedirme de todas. Quiero decirles que las quiero mucho, que estarán siempre en mi corazón. Que si voy al cie_lo, prometo que cuidaré de ustedes. A usted también, profe Agustín.
—¿Vas a viajar? ¿Qué vas a hacer con los exámenes, princi_pian la semana próxima? No seas loca Silvy.
—No es eso. Mañana me voy a morir— dijo, con absoluta se_renidad y certeza.
Una muralla de silencio se desplomó sobre la clase.
—Silvita, con esas cosas no se juega. No me gustan esas bro_mas, regrese a su lugar por favor. Usted siempre ha sido seria y res_ponsable, un ejemplo para toda la clase. Hablaremos a la hora del recreo.
—Lorena, pase al pizarrón. Les dictaré lo que deben prepa_rar para el examen parcial.
Lorena se puso de pie y planchó su falda con ambas manos. Miró hacia el escritorio de Silvita y la vio como si nada, lapicero en mano, lista para copiar del pizarrón. Fue al frente y siguió las ins_trucciones.
«Silvita ha sido mi amiga desde la escuela primaria. Siempre una niña bien portada, una gran estudiante, una buena amiga. Sa_liendo tarde a jugar porque primero hace sus tareas, no como yo, lu_chando contra el sueño y tratando de que me ayude Julia. Re_cuerdo cuando jugábamos a la clínica veterinaria con todos nues_tros anima_les de peluche. “Qué vamos a hacer con la pierna de es_te osito que se ríe siempre, doctora”. “No hay problema enfer_mera, lo operamos con este tenedor de plástico. Fácil, mire y aprenda: tres pinchazos suaves arriba, tres debajo de la rodilla y una cucha_radita de flan de leche”. “Doctora, usted hace maravi_llas, véalo, ya se quiere encara_mar en la casita de muñecas”. “Es ciencia y fe, enfermera”. “¿Me deja probar?” “Pruebe con este pe_rro que siem_pre lleva la lengua por fuera. Y recuerde, que no le tiemble la mano pase lo que pase”».
Parte II
Neto, «La Chillona», hizo lo de todas las mañanas: engañó a su ma_dre, fingiendo que iba a estudiar. Fue a donde Julio Cutete y dejó sus cuadernos. «Cuando te descubra tu mamá, no me vayás a meter en problemas». «Ya terminé la primaria el año pasado, na_die me puede obligar». Hoy no iría a los campos de futbol. Ya era hora de ganar un poco de dinero para las maquinitas, no pasaba del séptimo lugar en el puntaje general del Demon Killer y quería ser el cam_peón.
Pasó por el mercado y entró al molino de maíz. «Dice mi ma_má que si le puede mandar dos libras de maíz cocido, que se las paga en la tarde… Présteme dónde llevarlo, es que se me voló la bolsa plástica… No se preocupe don Canche, ya sabe que nunca le quedo a deber».
Salió con el maíz en una palangana plástica, roja. Tomó ha_cia la Avenida Bolívar. La recorrería y se detendría en la parada de au_tobús que tuviera mayor concurrencia.
Mira a ambos lados y todo el mundo parece encerrado en sus propios pensamientos. Rápidamente voltea la palangana en el sue_lo. Se sienta y principia a llorar, asegurando que las lágrimas se mezclen con el polvo de la cara y solloza. Claro que con su mamá lo que se gana son golpes y tirones de pelo, pero la gente de la ca_lle no lo co_noce.
Una señora viene de hacer la compra. Su rostro está enroje_cido por el esfuerzo de cargar alimentos como para una semana.
—¿Niño, qué te pasó? No te entiendo nada. Dejá de llorar pa_ra que te entienda. Tomá, limpiate los ojos con este pañuelo.
Neto principia a hablar entre sollozos. Por momentos inte_rrumpe su relato para retornar al llanto. Sus oraciones terminan en tonos muy agudos.
—Un ayudante de camioneta se bajó y me vino a dar un em_pujón. «Dame pisto o te vergueo». «Yo no tengo dinero, vine a comprar maíz para hacer tortillas, no tenemos otra cosa que comer en la casa». «Tu mamá no hace tortillas, ha de ser puta de la lí_nea». «No hemos desayunado, me están esperando para unas torti_llas».
Neto deja de hablar y vuelve al llanto desgarrador. Hace ges_tos de golpear: en la nuca, en la boca del estómago, en las costi_llas. Una patada.
—Voy a desajustar lo del pago de la electricidad, pero ya Dios me lo repondrá. Tomá estos veinticinco quetzales. Comprá pan y unos huevitos para llevar a la casa. Ya no llorés, mijo. Que_date con el pañuelo, ahí viene mi camioneta.
Parte III
Te levantas tarde otra vez. La borrachera de anoche te dejó no_queado. Menos mal que te despediste a tiempo, antes de que las bromas de Fausto te hicieran perder el control. No te gustan las pe_leas, ya tuviste bastantes, pero si debes defenderte, lo haces.
Te vistes, te arreglas, te rasuras la escasa barba. En el espe_jo, notas que tu rostro está cambiando. Te pareces a tu difunto pa_dre.
—¿Por qué me pusiste Cruz, papá? Es nombre de mujer.
—Porque eso sos para mí. Una cruz.
Por eso lo rajaste en cruz cuando tuviste el tamaño y fuerza pa_ra hacerlo. Te cansaste de sus insultos, de su brutalidad, de que te culpara de todo lo que no le salía bien. ¿Cuál cruz, si nunca te hizo un regalo, un abrazo, nunca te dio de comer? Si no fuera por tus abuelos, hubieras muerto de hambre.
Cierras los ojos y te rasuras al tacto, no quieres verte más, no quieres nada que te recuerde al hombre que te llevó por cinco años a la cárcel de menores, donde te escondías de los mayores que gus_taban de usarte como mujer. Ahora es diferente, aprendiste un ofi_cio, eres un herrero, un buen herrero. Te ganas la vida honrada_mente, no quieres volver a la cárcel. No más inmundicia, no más crimen.
Hoy llegarás tarde al trabajo, pero el patrón te perdonará. No es de todos los días y cuando es necesario quedarse tarde, te que_das. Lo único que puede pasar es que te regañe por el aliento al_cohólico. Masticarás cardamomo y quizá no se dé cuenta. Es bue_na onda don Carmelo, es lo más cercano a un padre que te has en_contrado en la vida.
Sales a la calle en busca del primer autobús. En el camino ves el auto de tu vecino. ¿Qué tan viejo será? ¿Unos quince años? Qui_zá te lo venda por abonos si se lo pides. En el correccional aprendis_te suficiente de mecánica como para darle un buen mante_nimiento. Todos los autos son buenos, decía el instructor. Los ma_los son los dueños.
Llegas a la parada de transbordo. Una señora con una pesada bolsa de verduras quiere subir y la ayudas antes de descender.
Ves tu reloj. Llegarás más tarde de lo previsto, no viene el au_tobús que esperas. Principias a aburrirte, tienes sed.
Escuchas un llanto de niño. Un pobre niño está llorando. El hombre a su lado le habla con severidad, levanta sus brazos, mueve las manos, lo señala con el dedo. Tú recuerdas a tu padre.
—Papá, si yo no hice nada, preguntale a mi abuelo, él encon_tró la lámpara quebrada. Preguntale.
—A mí no me engañás, hijo de la gran puta. Y no me con_testés porque te vergueo el doble.
—Ya no le pegués, hijo, no fue Cruz, ya te lo dije.
No ves más a la multitud. El niño que llora es apenas una imagen borrosa, sólo ves un hombre enorme, un monstruo que re_parte golpes. Te acercas hasta quedar frente al monstruo. Eres una furia en llamas. Sacas el cuchillo que llevas siempre para proteger_te. Lanzas el primer golpe, cortas al hombre del pecho a la cintura, cru_zado. Volteas la hoja del cuchillo hacia ti y con la cacha des_cargas golpes al rostro. El monstruo te ve con pánico, sus hipócri_tas ojos preguntan ¿por qué? Decides terminarlo. Como todos sa_ben, debes clavar el cuchillo en el lado del hígado, empujarlo con el peso de tu cuerpo y girar la muñeca hasta donde puedas. Practi_caste la estocada en el correccional. Todos la ensayaban. Colocas tu mano izquierda en su nuca para que no se siga alejando y con todo tu peso lanzas la cuchillada. Algo sucede. Es como si el aire entre ustedes se hubiera convertido en un muro. Por más que em_pujes, no logras que la punta de la hoja llegue a la piel. Es como si pelearas contra alguien invisi_ble. Intentas de nuevo. No lo puedes creer. Escuchas gritos de mu_jer, llamadas de auxilio. Huyes.
Parte IV
Agustín regresa de dejar a sus niños en el autobús escolar. Hoy tiene que dar clases en el liceo, pero no tan temprano como de lu_nes a miércoles. Pasa comprando los cruasanes de chocolate que tanto gustan a su esposa. Al abrir la puerta, lo recibe el olor a café recién percolado.
—Estoy preocupado por Silvita. Ayer se portó de una mane_ra muy extraña.
—Ya sabes cómo son esas niñas. Están a media adolescen_cia, por ratos son un poco descontroladas. Debes ser paciente con ellas. ¿Te sirvo otro poco de café? Come el último cruasán, yo ya me lle_né.
—No es eso, ayer tenía más aplomo que un adulto. Si hubie_ras visto su mirada. Me dejó preocupado. Lo comenté a la direc_tora y me dijo que no había razón, que estaba nerviosa porque hoy por la mañana le quitarían las amígdalas en el hospital, pero que es una operación de rutina y sin riesgo.
—Ay Agustín, no te preocupes tanto por eso. Tú siempre tan entregado. Por eso te quieren tanto las niñas, también la directora.
Agustín comprendió que Carmen no compartiría su preocu_pación. Terminó el desayuno y fue al dormitorio para ponerse la corbata y el saco. Tomó su maletín, lo llenó con trabajos revisados y se dirigió a la puerta.
—Hasta la noche, mi amor. No me guardes almuerzo, hoy sal_go tarde y buscaré algo rápido en el centro.
—Que te vaya bien y tengas un feliz día. Ya que no vendrás a almorzar, quizá vaya adonde mi mamá. Los niños regresan hasta las tres. Y no te preocupes por Silvita.
Se dieron un beso y Agustín tomó camino hacia la estación de autobús. Aquellos veinte minutos de caminata eran su único ejerci_cio, pues entre el trabajo de profesor de tiempo completo y el grupo de estudio de la noche, no había tiempo para nada. Pronto se some_tería a su examen privado de abogacía y notariado. Podría tomar un empleo más remunerado y darle a su familia un mejor futuro. La_mentaría mucho dejar su trabajo de profesor, pero la vi_da es así.
Llegó a la estación de autobús y, como siempre, compró el pe_riódico. Hojeaba líneas de titulares y vigilaba los autobuses que ve_nían.
Vio un niño llorando. Pensó acercarse pero una señora llegó primero. Entendió que alguien había asaltado al niño y derramado el maíz cocido que llevaba en una palangana roja. Vio que la seño_ra le entregó más de veinte quetzales, lo acarició en la cabeza y se mar_chó. Pensó que ya no era necesario intervenir. Aquel dinero cubría el costo del maíz derramado. Pensó en la inseguridad del país, en el aumento de la criminalidad, en lo poco que valía la vida.
Terminó la sección de nacionales. Los minutos pasaban y su autobús no llegaba. Siguió con los deportes, luego las noticias in_ternacionales. Llamó su la atención que el niño no hubiera recogi_do lo salvable del maíz derramado, sino se hubiera ido a recostar contra la pared.
Llegó a la sección departamental. Vio al niño regresar, sen_tarse, humedecerse las manos en el maíz, restregarlas en la cara y principiar a llorar, tal como lo había hecho antes. Comprendió lo que sucedía. Aquello lo enfadó y se dirigió al niño. Le preguntó qué pasaba, y entre sollozos observó que el niño repetía la actua_ción. Agustín le dijo que a él no lo engañaba, que sabía que aque_llo era una trampa. Lo previno, le pidió que no mintiera así, que cuando tuviera necesidad de verdad, nadie le creería. Con autori_dad le dijo que recogiera el maíz, que se fuera para su casa, que fuera a la escue_la. El niño devolvió una mirada de furia. Agustín no lo podía creer, llevó ambas manos a la cabeza y entonces sintió un latigazo atrave_sándole el pecho. Bajó la vista y vio su camisa manchada de sangre. Un golpe seco en el rostro lo hizo dar dos pasos hacia atrás. Hasta entonces vio un hombre frente a él, cuchi_llo en mano. Descargaba golpes en todo el rostro. ¿Por qué lo ata_caba? ¿Por qué no le había pedido el celular, la billetera o el reloj antes de agredirlo?
Agustín abrazó el maletín donde llevaba los trabajos recién ca_lificados, imploró piedad con la mirada y se desplomó. Mientras caía, sintió una tibia mano tocando su mejilla, luego secando su fren_te. No vio a nadie junto a él, sólo había una multitud en círcu_lo. Con tres golpes de párpado, cerró los ojos y entró en un túnel silen_cioso.
Parte V
—Niñas, no he venido a dar la clase del profesor Agustín. He ve_nido a traer noticias, pero antes de hacerlo, quiero pedirles que ha_gamos una oración. Aquellas que sean evangélicas, por favor pi_dan a Dios por su clemencia. Las católicas, recen un Padre Nues_tro.
» Como directora de este plantel, tengo la dura tarea de darles dos noticias. Recuerden por favor que ante la voluntad de Dios, sólo cabe la humildad y la resignación.
»Debo comunicarles que el profesor Agustín tuvo un acci_dente esta mañana. Fue atacado a cuchilladas por un asaltante. Según me comunicó su esposa, los testigos dicen que fue un ver_dadero milagro que no haya muerto, que el cuchillo del asesino no entraba en su cuerpo. Gracias a Dios, el profesor está ahora en el hospital y va a venir muy pronto. Hasta nuevo aviso, los exámenes están suspendi_dos.
»Y ahora, por favor hagamos un círculo y tomémonos las ma_nos. Les pido mucha fortaleza. Nuestra querida alumna, su compa_ñera y amiga, Silvita Coronado, murió esta mañana. Algo sucedió durante la operación de amígdalas. No está claro, pero una arteria principal fue tocada por el bisturí y murió por hemorragia. Los bu_ses están listos y para las demás, hemos llamado a sus pa_dres para que vengan a recogerlas. Por la tarde esperamos saber dónde será el velorio de Silvita, llamen a la Dirección. Por favor, preparen sus uniformes de gala para esta noche. Recojan sus cosas y salgan orde_nadamente».