En Guatemala, tristemente, todos los funcionarios sufren un enorme desgaste por las actuaciones que realizan en el ejercicio de sus cargos y la popularidad de la mayoría de las figuras de nuestro sistema político no gozan de mucha simpatía. Pero, con todo y eso, nunca se había visto un nivel de rechazo tan grande, tan marcado y definido como el que hoy vemos contra las tres figuras centrales de la crisis que vivimos. Consuelo Porras, Rafael Curruchiche y Fredy Orellana están en el ojo del huracán y nadie, fuera de los miembros del sistema de la corrupción, es capaz de defenderlos.
Debe ser terrible para una persona que se dice apegada a derecho y de profunda fe, sentir ese nivel de rechazo que se extiende por toda la geografía de la patria. Fuera de la declaración de algunos diputados y diputadas, que ya sabemos de qué pie cojean, nadie, absolutamente nadie muestra el menor grado de simpatía por esas figuras públicas que se empeñaron en torpedear el proceso electoral, al punto de que hasta la misma Corte de Constitucionalidad que les ha cobijado y amparado, se vio obligada anoche a dictar un amparo para impedir que prospere el manotazo a la voluntad popular.
Cualquier funcionario sabe que a veces debe tomar decisiones que no son populares y que eso le puede generar rechazo de la opinión pública, pero cuando esas medidas impopulares no persiguen ni por asomo el bien común, la impopularidad y hasta el desprecio alcanzan proporciones descomunales, como está ocurriendo ahora. Vemos que aún alguna de la gente que sufre los terribles efectos de los bloqueos, entienden que el descalabro lo ocasionan Porras y compañía.
Difícil encontrar en la historia del país alguien que haya sido tan amplia y totalmente rechazado como ocurre con la actual Fiscal General. Y eso que hemos tenido abundantes personajes que hicieron suficientes méritos para recibir el desprecio de la ciudadanía, pero repetimos, ni con eso hay alguien que llegue siquiera cerca de lo que ahora vemos. Gente de todos los estratos y oficios está firme, exigiendo la renuncia de una persona que dice regirse por la ley pero que no tuvo empacho en engavetar procesos de burda corrupción mientras se abrían otros contra los críticos del sucio sistema.
Y ese desprecio está en un punto sin retorno. Si no, que lo diga el Procurador de los Derechos Humanos que lo sintió ayer cuando quiso hablar con la multitud frente al Ministerio Público.