Luis Enrique Pérez
Distingamos entre Estado, y gobierno del Estado. El Estado es la sociedad política, que incluye a gobernantes y gobernados. El gobierno está constituido sólo por aquellos miembros del Estado que poseen la suprema autoridad y ejercen el supremo poder. El gobierno es, pues, sólo una parte del Estado, y en ningún sentido es el Estado mismo.
Distingamos también entre Estado y forma de gobierno. La democracia, que es el gobierno de la mayoría; o la aristocracia, que es el gobierno de los mejores; o la monarquía, que es el gobierno de una sola persona; o la oligarquía, que es el gobierno de varias pero pocas personas; o la tiranía, que es el gobierno sin ley; o la dictadura, que es el gobierno con ley, pero quien gobierna está dotado de poderes absolutos, son formas de gobierno. No son formas del Estado. Las formas de gobierno pueden variar; pero el Estado puede permanecer invariable.
Ser miembro de un Estado es mejor que peor; pues, evidentemente, los seres humanos que pertenecen a un Estado obtienen beneficios que no obtendrían si no perteneciera a algún Estado. Por ejemplo, no obtendrían el beneficio de la cooperación social que resulta de la división del trabajo. Empero, ¿tener gobierno también es mejor que peor? Si tenerlo es mejor que peor, ¿cuál es la mejor forma de gobierno? Y elegida la mejor forma de gobierno, ¿cuál es el mejor régimen jurídico al cual deben estar sometidos los gobernantes y los gobernados?
Si tener gobierno es mejor que no tenerlo, entonces, sea cual fuere la forma de gobierno o el régimen jurídico del Estado, tiene que haber políticos, es decir, ciudadanos cuya función es ejercer la autoridad y el poder del Estado. Entonces los ciudadanos políticos son socialmente útiles. Por supuesto, pueden no tener esa utilidad, y hasta ser socialmente maléficos, particularmente si los ciudadanos más aptos para gobernar no están dispuestos a gobernar, y hasta desprecian los asuntos públicos, y se resignan a pagar el humillante costo de ser gobernados por los peores.
Los políticos ejecutan actos que influyen en todos los ciudadanos. Decretar, por ejemplo, un aumento de impuestos, o incrementar la deuda pública, o reducir el castigo de quienes cometen los más graves crímenes, son actos que influyen en todos los ciudadanos. Son actos públicos. No son actos privados, como el acto del carpintero que aumenta el precio de las sillas, o del empresario que se endeuda más, o del padre de familia que no castiga a los hijos que cometen fechorías domésticas.
Precisamente porque los políticos ejecutan actos que influyen en todos los ciudadanos, pueden ser causantes del mal común, o pueden ser causantes del bien común. Para evitar el mal común, y procurar el bien común, el buen político debe adoptar por lo menos tres principios: primero, conocer la naturaleza del bien común; segundo, poseer un criterio para distinguir entre el bien común y el mal común, y tercero, actuar para procurar el bien común aun si la ley, que no necesariamente es expresión del derecho, le autoriza a procurar el mal común. La práctica política profesional debe inspirarse en esos tres principios primarios.
El político que no conoce la naturaleza del bien común, no puede distinguir entre mal común y bien común. Por eso mismo, tampoco puede tener la intención de procurar el bien común, ni menos aún puede actuar para procurarlo, excepto casualmente. El político que conoce la naturaleza del bien común, y puede distinguirlo del mal común, puede tener la intención de procurar el bien común, y actuar para procurarlo.
Post scriptum. Conocer la naturaleza del bien común, y poseer un criterio para distinguirlo del mal común, y actuar para procurar el bien común, son principios necesarios, aunque no suficientes, de la práctica profesional de la política. ¿Qué es el bien común? He aquí una cuestión sobre la cual debemos deliberar.