Por: Adam Franco
Estudiante de doble carrera de Ciencias Jurídicas y Sociales y de Relaciones Internacionales con especialidad en Analista de Política Internacional, ambas en la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Estimado lector, sé que el título de esta columna podrá parecerle de carácter elitista, o cuanto menos provocador o excluyente; absolutamente contrario a la bien arraigada narrativa que prevalece no solo en época electoral, sino en general en todo momento social en el que se necesita de la colaboración y de la unidad para alcanzar cambios o para, simplemente, superar los problemas que atravesamos en conjunto. Aquella expresión que todos conocemos con más o menos agregados como: “el cambio lo hacemos todos”.
El problema principal de esta última es que tal y como nos la venden, es una expresión incompleta, tosca, mal entendida y, lo que es peor, idealizada, incluso, la podemos tomar como una verdad a medias, y si es una verdad a medias, necesariamente implica que su otra mitad es mentira. Y es difícil pensar en medias mentiras que nos hayan hecho tanto daño.
Para demostrar esto habría que cuestionarse con total sinceridad, ¿qué tan probable es que en realidad el cambio lo podamos comenzar todos (entendiendo “todos” como la mayoría, o un grupo significativo)? ¿Realmente es posible alinear principios, métodos de trabajo, responsabilidades, objetivos e intereses intra y extra personales de forma que podamos pretender cumplir esa máxima?
Para aquellos que se hayan desarrollado en entornos de trabajo en equipo, habrán experimentado en carne propia lo difícil que puede llegar a ser generar la dinamicidad de forma anárquica, y, si esta se llega a dar, su consistencia en el tiempo no suele durar.
Esto es algo que nos cuesta reconocer porque nos aferramos a la idea de pensar que todos nos pondremos de acuerdo algún día gracias al diálogo asertivo, la escucha atenta, la participación constante, etc. Y si bien eso puede llegar a pasar a nivel micro, esperar a que se convierta en una dinámica macro que cambie, el destino de las mayorías es idealismo absurdo e insensato.
Ahora bien, frente a todo lo anterior, puede surgir en contraposición el argumento que, si todos tenemos una buena intención generalizada, es probable que tarde o temprano logremos un objetivo común y trabajemos en conjunto. Podríamos llegar a creernos que esta es la fórmula para que, por fin, “el cambio lo hagamos todos”.
La realidad es que el bien intencionismo de las mayorías rara vez ha sido suficiente para generar algún cambio, sobre todo cuando ese bien intencionismo trae consecuencias inesperadas y perjudiciales, exponiendo así la renuencia a la responsabilidad de la que adolecen muchos.
Vemos, pues, que, con esas premisas, la aporía de esa dulce mentira que nos vende igualdad, unidad y acuerdo se hace evidente. Por ello, es más probable y más deseable que sean unos pocos, los líderes entre nosotros, los que principien el cambio; lo que implica también abandonar el impositivismo inviable de nuestros ideales.
De ahí la importancia de que, en vez de propiciar en principio un trabajo unitario y horizontal, se propicie desde los más pequeños espacios que la mejor forma de trabajo es a través del surgimiento de líderes, de personas que entiendan que estar al frente de un grupo o de una causa requiere conciencia, estrategia, responsabilidad, organización, brío, visión, entre otras capacidades.
Porque es lo más eficiente y lo más acorde a las dinámicas propias de nuestra cultura, y porque esto puede generar que las soluciones a nuestros problemas queden a cargo de personas que sí entienden la magnitud y el compromiso que implica liderar a un grupo de personas; evitando también que nos engañe cualquier farsante que, adulando los principios y los valores más tradicionales quiera hacerse de cargos que requieren de enorme capacidad de dirección (como tantas veces nos ha pasado).
Ahora bien, propiciar esto no es pretender que otros nos hagan la tarea, pero sí aspirar a tener líderes que nos guíen por un camino bien definido, por encima de una voluntad colectiva ambigua, regida por el subjetivismo de principios difusos que pocas veces se interrelacionan con las soluciones que necesitamos todos.
Nuestra sociedad lacerada busca que se le restituya al menos un mínimo de la dignidad que ha perdido al ser dirigida por una clase política ignorante, cínica, voraz y perversa. Pero pretender que todos juntos sabremos llegar a un consenso qué tipo de reconocimiento queremos y cómo lo queremos, es utópico y solo nos estanca en soluciones superficiales que, para nuestro panorama, resultan ya absolutamente insuficientes.
Observe usted en retrospectiva cómo en la realidad los grandes cambios se han dado porque las acciones han sido dirigidas por un líder que ha dirigido el movimiento; y reconocer que quizás nosotros no seamos parte del cambio en un principio es también una actitud decisiva para “hacer y dejar hacer”.
Seamos capaces de ceder el espacio de liderazgo al otro, de propiciar nuevos liderazgos en nuestros espacios, y de permitir que esos nuevos liderazgos impulsen métodos más correctos y pertinentes.
Porque los logros no se mantendrán únicamente por principios y convicciones, sino por gente que sepa clarificarlos y guiar de manera adecuada para que estos se cumplan; lo que consecuentemente generará un efecto “bola de nieve” en donde, ahora sí, todos trabajemos en acuerdo y armonía, que es lo que todos deseamos. Por ello, el cambio lo deben empezar unos pocos.