La mañana era soleada y calurosa, a pesar de que la tarde anterior había estado lloviendo copiosamente y de forma inusitada, inundando las calles y avenidas con ríos rápidos, chocolatosos, que pronto dieron paso a un frío que a ratos hacía recordar las noches decembrinas de esta parte del continente, excusa perfecta –pensé- para una buena taza de chocolate humeante o café artesanal recién molido. En la calle de las sombrillas, esa mañana, la multitud de visitantes y peatones locales abarrotaba los espacios en los que el color, los olores y sabores formaban parte del propio paisaje de un lugar tan singular como fantástico: San Juan la Laguna, a orillas de Atitlán. Entre el bullicio que llegaba de todos lados, alguien dijo de pronto mi nombre. Volví la vista en todas direcciones hasta encontrarme con la mirada y el semblante sonriente de un amigo a quien llevaba ya un buen tiempo sin ver.
Paco (y su familia), a quien conocí hace años ya en aquellos días de párvula universidad cuando el entusiasmo y las ganas de cambiar el mundo suelen ser una suerte de aliciente constante para el día a día, tiempos que con el correr de los años empiezan a verse como a la distancia, como desde el marco de una ventana muy pequeña pero siempre abierta al que muchos solemos asomarnos con cierta nostalgia y agradecimiento. El abrazo y la rápida constatación de que todo ha caminado bien es más que un detalle fugaz y cortés.
Quizá una mera formalidad que pronto da paso a la alegría de encontrar a alguien apreciado a pesar del tiempo y la distancia, entre tanta gente, lejos de casa y en un ambiente diferente al que la vida va tornando imperceptiblemente en nuestro lugar común. Y luego, pasados unos minutos, la clásica despedida.
Otro abrazo. Los buenos deseos por un buen futuro y el eterno ofrecimiento de: “nos hablamos, tomemos algo uno de estos días” … Cuando venimos a darnos cuenta, se nos han pasado tres, cuatro, cinco o más años nuevamente, hasta que nos volvemos a encontrar para repetir la escena sin acordarnos de que el tiempo no perdona, sin percatarnos de que su paso es inexorable e implacable, irreversible, innegable… A todos nos alcanzará -lo aceptemos o no-, aquella verdad en la que reflexionaba y que compartía en algún momento Murakami: “Solía pensar que los años pasarían en orden, que te haces mayor un año a la vez. Pero no es así. Sucede de la noche a la mañana”. Es decir, ni siquiera nos damos realmente cuenta, pero el tiempo sigue su curso.