Los ánimos están intensos en la región donde se libra la guerra en Ucrania y no parece llegar el sosiego en el corto plazo. Todo lo contrario, el más reciente atentado contra una presa estratégica en el Dniéper, la presa de Nova Kajovka, es una muestra de que las aguas están fuera de control.
Probablemente esa es la razón por la que el Vaticano ha decidido enviar a su mediador estrella, el Cardenal Zuppi, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana y arzobispo de Bolonia, para sentar en la mesa a los contendientes en el afán de establecer acuerdos que frenen el odio y el desangramiento cotidiano en los campos de batalla.
No será tarea fácil, pero vale la pena intentarlo. La historia parece demostrar que los conflictos de esta naturaleza, cuando se trata de luchas por la extensión territorial, son indetenibles. La causa puede encontrarse, más allá de las condiciones anidadas en la psique humana, en una especie de voluntad imperialista asumida por personajes que nunca han faltado en las comunidades políticas.
Las consecuencias son las mismas, terror, miseria y muerte, al momento inicial. Después, de manera más prolongada, el retroceso en áreas donde la sociedad mostraba desarrollo y crecimiento. Sin que no dejen de relucir, efectivamente, el atraso en la cultura y la ciencia. En ese contexto el conflicto es intensamente costoso e irreparable según el daño provocado también en el alma de los lisiados y los civiles afectados por las heridas físico emocionales.
Por todo ello, la guerra es un espejismo impulsado por guerreros de miras reducidas. Sujetos cuya narrativa es la imposición por la fuerza que deriva de ausencia de luces. Quizá sea la expresión del pícaro que se ceba en los débiles para dominarlos desde el narcisismo que reclama con urgencia. Las batallas podrían ser evitables, pero casi nunca ha sido así.
En consecuencia, resignados frente a la realidad que se impone, no queda sino señalar la locura y solicitar la sensatez. Buscar esa oportunidad que finalice el homicidio constante o, si se es creyente, pedir un milagro. Esos que a veces ocurren también en los acontecimientos claves, una derrota definitiva, un invierno capitular, lo que sea pero que impida la continuidad e imponga la paz que necesitan los pueblos para restablecer la calma.
Vale la pena. En primer lugar porque las guerras no son las de antaño. Las armas y los medios de agresión son infinitamente superiores a los del pasado. Y, finalmente, porque las conflagraciones se han globalizado amenazándonos a todos por igual. Ya no se trata de ser testigos pasivos y lejanos de escenarios invisibles porque lo cruento reclama nuestros sentidos sin que podamos fingirlo. En el fondo sabemos que nos involucra y, aunque estemos distraídos, sentimos sus efectos.
Insisto, estamos todos nerviosos por la guerra y quizá se justifique compartir esas pasiones, al menos mientras no nos paralicen. Más allá de ello, lo aconsejable es practicar la cultura de paz en nuestro entorno, superar el discurso violento que nos tienta como medio precipitado para alcanzar objetivos. Recurrir al diálogo fundado en el respeto y el reconocimiento del valor de los demás. Mostrar lucidez, pero sobre todo la conducta moral de un ciudadano de nuestro siglo. Estoy seguro de que se puede.