Eduardo José Blandón Ruiz

La frontera que separa el campo de la ciudad no es exactamente física. No es una distancia ni un obstáculo insuperable que nos impida crear vínculos. Los citadinos padecemos más bien de una especie de ceguera que nos impide considerar lo que aparece en nuestras narices. Una privación que nos vuelve insensibles a la percepción de algo más que evidente.

La Guatemala profunda no existe en el imaginario capitalino (en general) no solo por desconocimiento, sino porque no nos interesa. Hay algo en ello quizá que nos causa repulsa que involuntariamente produce esa ausencia vergonzosa en nuestros espíritus.  Vemos lo que queremos ver: paisajes hermosos, colores y gente trabajadora, pero todo con folclor, poesía, llenos de imaginación y ensueño.

Negamos la pobreza y la rechazamos con filosofía rebuscada. Que si la pobreza es mental, que si se debe a la izquierda, que si la produce el propio hombre rural por falta de imaginación, ingenio y laboriosidad… De mala fe, por miedo o conciencia retorcida, nuestra voluntad se inclina a rechazar lo evidente, elucubra y se auto engaña para encerrarse en los castillos propios donde se vive cómodo.

Así, aunque la realidad sea palmaria y cada vez vivamos más cerca, negamos infantilmente lo que nos provoca miedo. Creamos fantasmas: izquierdistas, sindicalistas y resentidos por doquier. Nos sentimos autorizados para construir desde nuestras soberbias capacidades “nuestro país”. Apropiado y privatizado, sin márgenes de inclusión ni participación porque la democracia es una aberración que de alguna forma habría que extinguir (al menos como está planteada ahora).

Con todo hay esperanza. Las protestas públicas en las plazas en la que coincidimos nos obligan a confraternizar. La cercanía siempre hace bien. No garantiza que cambie nuestra percepción (total no hay transformaciones de un día para otro) y que seamos inclusivos y sensibles, pero es bueno que nuestra piel experimente otros hechos. Vamos por buen camino.

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