Mario Alberto Carrera
La mayoría de las veces decimos cosas –por medio de enunciados y oraciones- que significan otras. Se dice que las mujeres son supremas para jugar así con la lengua, pero nosotros los varones no nos quedamos atrás.
Uno puede decir: ¡qué joven es usted!, y esa oración significa veinte ideas, comunicaciones o mensajes distintos. La verdad de la verdad es que muy pocas veces usamos la función referencial (Jakobson) o denotativa o informativa con propiedad y genuina y honesta objetividad. Las escuelas de ciencias de la comunicación dicen que ello es posible. Pero yo -que vivo en la vida en la que reina el bulo- les digo que ¡no! Si hasta los noticiarios se redactan con ingenua mala fe… Y los editoriales con doble, triple o cuádruple sentido abundan. Siempre estamos al borde del perverso solipsismo ¿o no?
De cierta manera ello nos hace poetas a todos, porque todos somos capaces de hacer frases polisémicas. Y no otra cosa hace el poeta. Los guatemaltecos, entre muchos otros, somos dados sobre manera al doble sentido (sin la pesantez de los argentinos) en todos los órdenes de la vida y de las disciplinas. Poca gente sobre el planeta como nosotros para querer y poder decir tantas cosas con la frase: ¡Qué joven es usted! Depende de la entonación, el acento, la “musicalidad”, la cadencia y las circunstancias. Es decir, todo lo que es connotativo y amigo de llevar la contraria al principio de que una lengua o idioma es un instrumento o herramienta de comunicación. ¿Pero esto es factible, o Ionesco y “La cantante calva llevan razón?
Al principio de mi juventud yo no era tan diestro y entendido en esto de leer y descifrar, pescar y percibir frases connotativas en las conversaciones cotidianas. Hoy, en que el invierno de mi vida empieza, soy todo un maestro o a lo mejor doctor en tales lecturas y decodificaciones.
Con los días, los años y las canas me vuelvo un especialista en ello. Pero esta especialidad me ha venido de dos mundos que tienen mucho que ver con la función connotativa de la lengua, con el doble sentido, el sueño y el acto fallido: la literatura y el psicoanálisis.
El psicoanálisis es un “leedor”, un descodificador de connotaciones psicológicas por excelencia. Sus pacientes siempre están queriendo decir cosas con y a través de las formas de comunicación más complicadas, simbólicas y connotativas. Todo lo que se dice –y sobre todo cómo se dice- en el diván de Freud vale si tiene ¡claro está!, doble o triple sentido. Por eso los sueños valen allí tanto. Y el arte onírico que de ellos se deriva se expresa cargado de múltiples significaciones como en la poesía automática.
Pero quiero hablar en esta columna en concreto de la connotación y el doble sentido sobre todo a nivel del coloquio vulgar, de la conversación familiar, pues he llegado a pensar que a veces en nuestro país se abusa tanto ya de tal recurso (tal vez por la mordaza y la violencia ambiente) que a lo mejor se está gestando ya otra lengua o al menos una jerga, una germanía potente. Porque en reuniones de cualquier naturaleza hay que afinar y refinar muy bien la oreja para entender a fondo lo que se quiere decir a Pedro para que lo entienda Juan. Este mismo fenómeno se produce y se factura y se cultiva en los medios de comunicación y sobre todo en las redes sociales.
Cuando crece –en la vertiente negativa- la función connotativa de la lengua ¡y su abuso!, es la del que –socialmente- tira la piedra y esconde la mano. Del que no dice pan al pan, y vino al vino. Del que rasga el corazón pero no deja huella en la piel, para no dejar tampoco el cuerpo del delito.
Por mucho que mi admiración por la poesía trascienda casi todos los límites, en la vida misma yo siempre he preferido las cosas claras como el agua. La función denotativa guía mi senda y por eso acaso soy cultor de antipatías porque el doblez connotativo no es lo mío. Sin embargo lo que aquí se procura no es eso. Aquí el triunfo está y radica en que cuando hay que decir una verdad, ésta debe vestirse de mermelada y, cuando se tiene un limón, convertirlo en limonada: en un refresco de connotaciones. Así, se vivirá en el bulo.
El guatemalteco (ya lo decían Pepe Batres y Pepe Milla, en sus respectivos artículos de costumbres) prefiere almíbares y disfraces. O cuando menos un poco de edulcorante.
Si usted se empeña en crear un enunciado denotativo no pierda el tiempo: tendrá que añadirle en Guatemala una gruesa capa de alfeñique o de turrón caramelizado del infaltable doble sentido. Se aprende a hacerlo pronto, no es tan complicado. Es más difícil por escrito, pero sólo si usted quiere hacerlo con refinada sutileza.