Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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José Ortega y Gasset no se consideraba tanto un filósofo o un catedrático, sino (de frente al sospechar, al barruntar) se sentía un espectador necesitado, urgido de lectores ávidos, que quisieran recibir la comunicación de sus expectativas y observaciones. Y yo lo sigo –en lo que puedo- en este empeño. Mas enfocado en el tiempo.

El tiempo es una de las pocas cosas que el hombre codicia (como la belleza) y que no puede comprar. En un lapso determinado se resuelve tu tiempo y no lo puedes dilatar, amplificar más. Digamos, 85 años y -por más dinero que tengas- de allí no pasarás. ¿Qué Destino lo ha dispuesto o qué dios de los romanos?

Tú vas en tu auto alemán o italiano último modelo por el Periférico, llevas el potente aparato de sonido casi al máximo de volumen (que es como si llevaras a la misma banda dentro del coche) y escuchas a un orquesta “de salón o de etiqueta” (lo que vulgarmente se conoce como “música suave”) selecta pero sin ser clásica. Conduces –enguantado- con gracia y precisión, casi con donaire. En otros tiempos se habría dicho que ibas sobre una briosa cabalgadura. No vas precipitado. No llevas la presión del mundo a cuestas como ese “niño” del carro rojo que acaba de rebasarte a 140 p/h. Hecho un aerolito, dispuesto a estrellarse contra algún murallón o carro que se le atraviese ante su radiante altivez. Para él, el tiempo es estorbo, indigestión y polvo.

Has desayunado abundantemente y has defecado en la misma proporción. Eres un señorito satisfecho. Nada te perturba. La billetera llena de tarjetas de crédito-platino. Algo de efectivo por si se atraviesa un conocido impertinente. La juventud aún vibra en todas tus arterias y en tus gónadas (listas para disparar si fuese necesario) y si la carne fuera fina. Eres un ejecutivo de una importante empresa con oficinas de alto standing por la Roosevelt. Fuiste este año y el pasado muchas veces a Miami y ganas por día lo que muchos juntos no ganan en toda su vida en este famélico país de fantasmas.

Yo soy un espectador de tu certidumbre temporal -que no es la de tus escoltas- y admiro el hecho de que no te des cuenta de que no eres nada. De que el tiempo se desliará entre tus manos. Tú estás en tu día. Vives el día sobre la carretera (que no es la misma de Kerouac, pero se parecen) y no reflexionas en lo que pasó ya, ni te preocupa lo que vendrá. Tú no piensas que alguna vez tu nombre será el más importante, el más destacado dentro de las enormes esquelas mortuorias que se publican en los diarios y que puede aparecer -dentro de una semana, diez meses o diez años- consignando tu nombre -que con tu cuerpo ha pasado a mejor vida- al encuentro con tu Señor, al descanso eterno. Tú vives como si fueras a ser inmortal. La muerte, el tiempo no significa nada en tu vida mientras estás en la calle en tu ostentoso y magnífico automóvil.

El equipo de sonido potentísimo y opulento toca una melodía “americana” interpretada por una orquesta de cuerdas. Tú te deslizas por la autopista del pueblo subdesarrollado como si fueras sobre aceite o en una nube. La sangre recorre tus venas y tus arterias y una gran placidez invade tibia tus músculos y tu piel. Tú y yo somos espectadores del tiempo. Pero tú sólo te das cuenta del día cargado de frivolidades en que estás y yo de la eternidad en que no estaremos. Yo, de la poca cosa que somos. Tú, de lo importante que eres, del mucho dinero que tienes, del auto último modelo y del supremo placer con que lo conduces en goce casi orgásmico. Yo, de lo pronto que seremos cadáveres, carroña, gusanera, negación de cualquier eternidad ¡que acepto!, no como Unamuno que agoniza entre el admitir –a veces- y no tolerar –otras- su final, su final de tierra como el Cristo castellano que entre sus brazos agoniza.

Yo soy un espectador del tiempo y pienso en cuántos como tú habrán vivido ya sobre el planeta creyéndose eternos como su Señor se los tiene prometido. Paseando su vanidad por la carretera sin sentirse futuros despojos, luciendo el traje de firma, el Rolex y el aroma francés de cara a la miseria del asentamiento -o la barriada- en las faldas del club de golf -opulento y verde como un quetzal- que también son carretera.

Yo soy espectador del tiempo y tengo la capacidad de imaginar lo que será tu nombre y el mío dentro de doscientos años y lo que es el nombre de miles y millones que se creyeron importantes personajes doscientos años ha, por los días de la Independencia. Ni siquiera el sepulcro donde cayeron sus restos sobrevive porque aquellos cementerios centenarios suspiran bajo la tierra también en el olvido, bajo el mercado del centro. Además, para que te hagas una idea del tiempo ¡y del olvido!, pregunta quién conoce el nombre de sus bisabuelos y pocos lo sabrán.
El tiempo monta murallones de silencio sobre los campos labrados que ayer fueron camposantos.

En la Carretera a El Salvador –o simplemente la carretera- irrumpe tu coche alemán último modelo. Suena la música que escuchas (bien seleccionada para manejar). Tú mismo -y yo- me parece que no existimos, que no somos. Somos tantos ya –miles de millones, sobre esta indiferente y fría Tierra- hechos en serie (incluso hechos en serie como tu auto alemán último modelo) que es como ver y ver los caballitos del carrusel –siempre distintos pero siempre los mismos- en cada vuelta, en cada círculo, en cada ciclo del aparato. Es el tiempo circular como la calesita. Los Vedas observan el tiempo como si fuera un tiovivo. Pero aunque dé vueltas, el tiempo no nos da más vida. 80 u 85 años y punto en boca.

De pronto todo se esfuma. Acaso fue un cuento. Todo se disipa y desvanece en la caliginosa mañana de mayo. Porque tú y yo hemos muerto en la carretera y no nos hemos dado cuenta. Sólo el equipo de sonido restalla y zumba macabro desde la cuneta.

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