Mario Alberto Carrera
Su muerte ocurrió antes de que cumpliera cincuenta años y falleció en olor a inmolación. Fue enterrado –precipitadamente y sin cortejo, dos o tres amigos nada más– en el humilde cementerio de Bagneaux –que no correspondía a su grandeza intelectual y a su universal trascendencia en la literatura y el pensamiento– esto último por sus ensayos –poco conocidos– con los que incursiona en el campo de la Estética.
¿Pero era un maldito? él mismo había querido –entre bromas y veras– convertirse en tal: un marginado, un proscrito de las “buenas” letras y de la gente de pro y merecimiento. Años después lo trasladaron al camposanto de Pere Lachaisse –donde reposan los grandes de Francia y del exilio– y el vecindario mejoró: Alfredo de Musset, el montañoso y enorme Balzac y hasta nuestro Gómez Carrillo (de japonesas e iridiscentes crónicas) que le harán compañía mucho después, a finales de los años 20 del siglo XX.
Nace en 1856 y muere en 1900. Ve la luz rodeado de sábanas de Holanda, sedas de China y mármoles de Italia: elegancias de la alta burguesía dublinesa. Y muere –medio en la miseria– en el decoroso hotel d’Alsace, situado en la rue de Beaux Arts, en un París para emigrados pobres donde escondió –avergonzado– su verdadero nombre para usar el de Sebastian Melmonth y así –oculto– vivió sus últimos días, para que nadie le escupiera a la cara por haber hecho el amor “que no puede decir su nombre”. Tales eran los tiempos, la hipocresía pequeño burguesa y el disimulo de las propias caídas que se tapan bajo la inmensa cobertura del “discreto encanto de la burguesía” buñuelesca.
Cuando la fortuna y la buena sociedad londinense le acariciaban –y le hacían mimado hijo suyo– sus tarjetas llevaban impresas estas palabras: Óscar Wilde, el mejor escritor, 116 Bridge Street. Primero se llamaba –pleno de lustre y aplausos– el rey de la vida, un reinado más bien corto y que tras una abdicación forzada y súbita le hicieron descender sus atrevimientos –desde las cimas más codiciadas y envidiables del éxito y el prestigio escénico– hasta los precipicios donde moran los que no tienen nombre pues algunas gentes se empeñan en mancillarlos y olvidarlos.
No me entusiasman demasiado ni sus cuentos, ni su teatro ni sus novelas, aunque los estimo como obras de indudable belleza simbolista–modernista (más a escala de la forma que del fondo). Pero en cambio aprecio su capacidad filosófica porque, aunque no lo parezca –pese a no ser lo más conocido y aplaudible y encomiable de él– Óscar Wilde fue un pensador sólido y original en el campo de la estética, una de las ramas más importantes de la Filosofía.
No es lo más conocido de él ni a lo que él quiso darle mayor importancia. Para era él fue más descollante “La importancia de llamarse Ernesto”, esto es: el espectáculo, lo que asombra de inmediato por su ingenio –y no tanto por su genio– a las munícipes mayorías: candilejas y agudezas espectaculares. Wilde se empeñó en ser y parecer lo que no era. Se encaprichó en vestir con fraques estelares y jugar el rol de dandi de enorme flor en el ojal y, sobre todo, en decir frases apoteósicas.
Por eso, uno a veces está por darle la razón cuando dice que “había puesto el genio en su vida y el talento en sus obras”. Sin embargo –al examinar su estética con bisturí de oro– entorno a “La decadencia de la mentira” (sólo parangonable con la “Poética” de Aristóteles o “La crítica del juicio” de Kant) uno percibe que –aquellas poses feminoides y seductoras y aquellos coquetos y presumidos visajes– no eran más que otros de los recursos rebeldes de Wilde para ser elegantemente revoltoso. Lo que pasa –ya en su desgracia– es que no calculó hasta donde llegar sin tocarle las narices al marqués de Queensberry, padre de Douglas, su amante. Y confiadamente quiso desollar de un solo golpe a esa sociedad (que también podía ser victoriana) y ese abuso no podía estar permitido. Una cosa es ser un enfant terrible y, otra, la de ser perseguidor de adolescentes de la nobleza y del pueblo y refregar sus hazañas en los escudos de armas y en los blasones.
Ya que, casado y con hijos, se hizo amante de lord Douglas –el joven hijo del marqués. Se exhibió por todo Londres con el británico y aristócrata efebo (y con otros mancebos no tan aristócratas) y puso en ridículo el honor viril y machista e hipócrita de una sociedad que habría de evolucionar mucho pero que por el momento no podía tolerar el desafiante juego de los pederastas escandalosos como Wilde. En esto Wilde fue “humano, demasiado humano” como el nombre del libro de Nietzsche y –sin calcular las consecuencias– se jugó a una sola carta todo su porvenir y éxito –sobre todo en las tablas– y el porvenir inmediato de sus obras, que fueron, por un momento, condenadas.
Demandó al marqués de Queensberry por haberle enviado una tarjeta que decía: a Óscar Wilde, que posa de pederasta. Perdió el juicio en manos de un juez que se vendía a las buenas maneras, y el aristócrata –a su vez– lo demandó a él. El marqués salió triunfante de un juicio que estaba vendido a la nobleza. Abierta la llaga que “hedía”, la sociedad británica que aún dormía plácidamente en el olor pegajoso y puritano de la reina Victoria, no tuvo empacho en mandarlo a la cárcel. Dos años padeció la condena –y la debe haber sufrido como pocos reos en el mundo– dado su refinamiento y su roce aristocrático. Nadie tan impropio para la humillación y la degradación penitenciaria como él. Casi un lord (hoy habría sido Sir) un dandi pero en especial el más exquisito de los escritores de su tiempo que, como Darío, solo tenía un dios: la Belleza modernista.
Sin embargo, no fue la sociedad inglesa –mediante sus jueces o magistrados– la que castigó de manera insidiosa al literato. Fue él mismo quien se infligió la mayor sanción. Se condenó a no volver a escribir jamás. Con excepción de “La balada de la Cárcel de Reading”, Wilde no pudo o no quiso hacerlo (de más joven hizo lo mismo Rimbaud). Se sentaba frente a las finas cuartillas en blanco y su mente (más en blanco aún por el dolor y la vergüenza) no dejaba salir el mágico fluido de la creación. La palabra –que había sido la razón de su vida y lo había llevado a la arrogancia más proverbial– nunca más quiso ser suya. Enmudeció, bebió ingentes cantidades de pernod y finalmente murió de verdad, porque había fallecido –simbólicamente– al no más traspasar el umbral de la prisión devoradora.