Eduardo Villatoro

Me hierve la sangre cuando veo en la pantalla del televisor a pequeños grupos de diputados de varias tendencias e inclinaciones sexuales formar corrillos en el hemiciclo parlamentario para dedicarse a contar chistes, comentar rumores, intercambiar experiencias de las últimas compras que han realizado con el dinero honradamente devengado y quizá de vez en cuando conversar en torno a asuntos que para ellos resultan frívolos, como lo constituye el repudio generalizado de los guatemaltecos a esos supuestos representantes del pueblo, o abordando asuntos referentes a la petición de renuncia inmediata del señor Pérez Molina y asuntos conexos.

He observado en franca camaradería a “legisladoras” de partidos políticos adversarios, posiblemente charlando en torno a sus salones de belleza, a otros congresistas que después de haberse mentado la madre e intercambiado los insultos más procaces entre sí, platican amistosamente cual fieles enamorados.

Mientras tanto, sus “representados”, es decir, los ciudadanos que tuvieron la ocurrencia de votar por ellos hace ya cerca de cuatro años, se desgañitan en calles, plazas, parques y otros centros públicos de reunión exigiendo la dimisión de quien aún se considera gobernante y demandando que todos los funcionarios sospechosos de malandrines renuncien a sus cargos.

Otros manifestantes portan consigo carteles con leyendas, que contienen frases peyorativas, groseras e incluso con palabras que denotan burdos insultos contra los diputados, siempre siguiendo la misma tónica en cuanto a tacharlos de ladrones, sinvergüenzas y otras linduras del mismo tono.

Pero los ilustres legisladores permanecen impertérritos, sin darse por aludidos, porque han mudado su piel humana por cuero de danta y no les importa que sea objeto de los más bajos calificativos porque para ellos lo que cuenta no es el concepto que los guatemaltecos conscientes sostengan sobre las conductas de tales engendros, sino permanecer otros cuatro años disfrutando del ocio, negociando iniciativas de leyes que favorezca a su financista o al inescrupuloso empresario que ofrezca elevadas sumas dinerarias, para seguir enriqueciéndose ilícitamente bajo la sombra de sus cargos, aunque miles de niños se estén muriendo de desnutrición, que las carreteras y puentes sean destruidas por el más leve aguacero, que los pobres no tengan que comer, ni acceso a los hospitales, en fin, que el país se esté derrumbando por pedazos.

Ya es tiempo que los guatemaltecos no sigan sosteniendo a esa pandillas de delincuentes, que los echen a todos del Congreso, incluyendo a parlamentarios que vociferan contra la corrupción; pero, eso sí, allí rogando el voto de los incautos para reelegirse por tercera o cuarta ocasión.

(El cándido Romualdo Tishudo exclama: -¡Soy libre y tengo la libertad de escoger el canal de televisión que me embrutezca, la empresa telefónica que me engañe, el noticiario que me desinforme, el banco que me exprima y la opción política que me defraude!).

Artículo anteriorUna lealtad perversa y equivocada
Artículo siguientePronta respuesta del Vicepresidente